viernes, 29 de marzo de 2013

Llama de Vida


Quintín candidatea Paraísos para el Libro del Año 2012, luego de elogiar Literatura Argentina de Pablo Farrés y El viento que arrasa, la novela de Selva Almada que resultó ganadora.


Una conocida librería porteña me pide que participe en la votación del libro del año eligiendo tres obras argentinas de ficción publicadas en 2012. A diferencia de los críticos de cine, que suelen seguir los estrenos, nadie ha leído siquiera un porcentaje razonable de los libros que salieron el año pasado. Y además, en estos casos predomina el amiguismo. Pero qué más da, no se puede esperar justicia de un premio literario, ni siquiera cuando no hay dinero de por medio. Me avisan que los votos se mantienen secretos (parece que hay gente que tiene razones que ocultar, como que votan por la novia y cosas semejantes), pero no creo que me prohíban divulgar el mío. Además, perfectamente podría e ngañar a los lectores y votar por otra terna. Así que allá vamos.
El viento que arrasa de Selva Almada (1973) es una elección obvia. Pocas novelas argentinas recientes reúnen tal nivel de originalidad y de inteligencia y brindan un placer semejante en la lectura. El libro parece la continuación, o si se quiere la versión tercermundista, de El apóstol, una película tan genial como ignorada que dirigió Robert Duvall. Pero ¿quién se podía imaginar una novela argentina excelente sobre un predicador evangélico? Esta mujer debutó con un clásico.
Paraísos retoma la narración de la protagonista de Opendoor, que ahora hace el camino opuesto: vuelve a la ciudad y se sumerge en una infinita sordidez material y en un páramo afectivo. Opendoor terminaba así: “Eloísa me abraza fuerte, la siento caliente. Nos besamos como dos adolescentes, devorándonos a escondidas, contra el trompo de un ombú gigante. Me siento feliz”.  En Paraísos no hay abrazos, la naturaleza está atrapada en el cemento y la felicidad está fuera del alcance de personajes cargados de cicatrices, aunque una inexplicable llama de vida los impulsa. Entre las dos novelas, Havilio escribió Estocolmo, libro de una precisión, una originalidad y una negrura impresionantes, un tratado sobre el terror y la soledad ambientado en otro mundo. Nadie escribe mejor que Havilio. El tipo es diabólico. Pero no tengo idea de lo que vendrá a continuación, no sé si su régimen literario, en sintonía con la Argentina, ha decretado el fin de toda esperanza.

viernes, 22 de marzo de 2013

Un mundo raro


El escritor cruceño Maximiliano Barrientos escribió esta reseña sobre Paraísos para Iowa Literaria.


A una mujer se le muere el marido y su vida comienza de nuevo. Si de algo trata la nueva novela de Iosi Havilio (Buenos Aires, 1974) es de los comienzos sorpresivos impuestos por una eventualidad que obliga a tomar medidas desesperadas. Paraísos (Mondadori, 2012) retoma el personaje de Opendoor (Entropía, 2006; Caballo de Troya, 2008). Con su primera novela la irrupción de Havilio en la literatura argentina fue toda una sorpresa, ya que era difícil asimilarla, jugaba con dos tradiciones que bien podían pensarse como contrapuestas: por un lado el imaginario de la ciudad, por otro el imaginario del campo. Opendoor establecía líneas de contactos entre esos dos universos. Lo hacía con originalidad y con una escritura poderosa que ganó elogios de escritores como Fogwill y Fabián Casas.
Paraísos retoma la historia de la primera novela. Han pasado unos años y la narradora vive con Simón, su hijo pequeño, en Open Door: un pueblo construido al lado de un hospital psiquiátrico experimental donde los locos caminan libremente por las calles. Su vida cambia súbitamente cuando su marido Jaime, un campesino hosco que le llevaba varios años, muere en un accidente de auto que nunca se esclarece, ya que el conductor que lo atropelló se dio a la fuga. Ese fue el principio de la mala suerte. La charca donde vivían es confiscada y la narradora, con 1500 pesos en el bolsillo, es obligada a retornar a la ciudad, deja ese estado de somnolencia cómoda que había sido su vida durante los últimos años.
Paraísos reproduce el ecosistema marginal de Buenos Aires donde se mezclan inmigrantes paraguayos y rumanos con porteños venidos a menos que trabajan en oficios dudosos, que viven en hoteles de paso y en edificios ocupados por gente que forma una extraña comunidad de derrotados que se protegen unos a otros, todos con historias torcidas. La narradora trabaja en el reptilario de un zoológico en el día y durante la noche se encarga de ponerle inyecciones de morfina a una vieja enferma de cáncer que le permite dormir en una de las habitaciones del edificio ocupado. El universo de la obra se construye en tono a la rareza, pero nunca trata la rareza como lo otro, como lo contrapuesto a un estado de cosas asumido como normal.
Al igual que en su primera novela, Havilio trabaja una subjetividad difícil, impenetrable para el lector (aun cuando la novela es contada en primera persona), donde es imposible dilucidar las verdaderas motivaciones del personaje.  Esa impenetrabilidad para comprender qué la mueve es un acierto: crea misterio, obliga al lector a diseccionar una pasividad aparente que en algún momento producirá (o tal vez no) un estallido donde la narradora exonerará su luto–porque como El hijo, de los hermanos Dardenne, Paraísos trata de cómo se esconde la pérdida a través de la construcción de una cotidianidad aberrante que sirve como coraza que oculta lo que de verdad importa, lo que de verdad se precisa contar y de lo que el lector apenas tiene atisbos. Esa tensión se acrecienta cuando la narradora se reencuentra con Eloísa, quizás el personaje más logrado de Opendoor.  Entonces era una especie de Lolita salvaje con quien emprende una aventura amorosa que casi la destruye. En Paraísos esa Lolita de pueblo creció, ya no es una niña perversa, sino una adolescente tardía que vive rápido y que se convirtió en una artista de la sobrevivencia. Su tragedia, como la del personaje de Nabokov, es que se va haciendo grande, es que su magia se va convirtiendo en polvo. En el primer momento del reencuentro, la narradora apunta: “Detestaba a Jaime, al bebé, me quería a mí pero no a mi vida”.
Narrada desde la objetividad, desde la aparente neutralidad de las emociones, la novela de Havilio construye un fresco de vidas que flotan a la deriva en las zonas menos turísticas de un Buenos Aires siempre furioso, siempre enigmático, siempre extraño.

martes, 12 de marzo de 2013

Crudeza


Santiago Fernández Patón lee Paraísos y escribe para HermanoCerdo


Dice Beatriz Sarlo, al menos en la contracubierta de la edición argentina de esta novela, que “Paraísos transcurre en una irresistible normalidad fantasmal” y viene a resumir el tono general como de “pasión y pasividad”, algo en apariencia contradictorio. En otro lugar, a propósito de Estocolmo, la novela anterior de Havilio, hablábamos de la “normal extrañeza” que desprenden todos los textos de este aún joven autor. Nada muy distinto, en efecto, a lo que asevera Sarlo, y que es sin duda la seña de identidad más reconocible en su autor desde que en 2006 debutara con Opendoor, publicada en España, al igual que el resto de su obra, por Caballo de Troya.
Si aquella novela sigue siendo a día de hoy la más valorada por buena parte de la crítica -y tal vez también por el propio autor, que recupera aquí a sus personajes protagonistas-, para quien esto firma ni entonces ni ahora alcanza el refinamiento, la sutileza -en lo que se refiere a esas claves mencionadas más arriba y que parecen signar su obra- como lo hace en Estocolmo, donde el distanciamiento, la pasión enajenada, la aparente posición de mero espectador de cada personaje incluso ante los sucesos más íntimos, se relatan con trazo preciso, tal vez menos evidente, menos abusivo, si se prefiere, que en esta tercera novela.
Fuera de toda duda, Paraísos es una obra de plena madurez escrita por un autor que logra lo que muy pocos: la construcción de una voz propia, la recreación de mundos particulares, la arquitectura perfecta para demostrarnos que la literatura, cuando es tomada en serio, aún puede cambiarnos la mirada sobre nuestro entorno. Iosi Havilio, seguro de sus armas, y tal vez de manera plenamente consecuente con ellas, las exprime hasta la última gota, lo que en ocasiones puede resultar monótono, si bien imprescindible, toda vez que aceptamos que la mirada velada de su protagonista y narradora, que su desafectación ante su misma vida, tiene que encontrar su correlato en la propia prosa del texto.
Si la muerte -expresada ya en la primera línea de la novela-, la maternidad, el amor, la sexualidad, la amistad, la miseria, la opulencia, el delito o el trabajo se posan en la subjetividad de la narradora blandamente, como nieve imperceptible que solo con el transcurso de las horas, sin ruido ninguno, cambia por completo el paisaje, parece lógico que la prosa de su autor no se conceda un solo aspaviento, una sola salida de tono, un solo remolino en esa nevada callada. La apuesta, por lo tanto, es arriesgada, y Havilio la lleva hasta sus últimas consecuencias: su narradora cuenta con inercia, de manera lineal, sin reflexiones posteriores sobre los sucesos que vive o presencia, sin apenas saltos temporales, tomando las cosas como vienen, sin alegría (aunque tampoco con desilusión), sin esperanza (aunque tampoco con resignación), sin futuro (aunque tampoco con conformismo), sin sentimentalismo (aunque tampoco con desapego), sin tremendismo, pero con crudeza. La apatía existencial nos es referida en el propio estilo de la prosa y por eso, a veces, la lectura nos puede arrastrar a un estado semejante al de la narradora. En esa identificación radica tal vez el mayor acierto de la novela, pero también su mayor inconveniente.
La estructura del texto es simple, casi escrita a modo de diario, sin apenas divagaciones, pero sí minuciosa a tramos, lo que a veces la espesa. Nos enfrentamos a la irrupción de la muerte de Jaime, el compañero sentimental de la protagonista, y su salida de Open Door. Este viraje, esta segunda parte de aquella primera novela, supone ya de por sí un proyecto literario del que se pueden presumir más entregas, pues no solo su protagonista, sino también Eloísa, es convocada aquí.
Si en la narradora vemos esa desafectación, es en Eloísa, tal y como sucedía en Opendoor, donde encontramos el contrapunto: la actividad, el apasionamiento pasajero, la fluidez, el desapego, la velocidad, el sentimentalismo, la liviandad. La aparición de Eloísa, por tanto, a primera vista puede suponer la claudicación de Havilio en continuar por la senda atonal, sobre todo cuando viene a desterrar al otro personaje femenino protagónico en la primera parte de la novela, Iris, en la que sí se puede encontrar afinidades con la narradora, trayectorias fácilmente conjugables, una historia confluyente y de aliento. Por paradójico que resulte, Havilio vuelve a ser consecuente con su envite, lo que no deja de resultar un rasgo de virtuosismo: traer de vuelta a Eloísa no es la esclusa por la que desaguar el manso cauce de su protagonista hasta convertirlo en el torrente que parece representar este otro personaje. Es todo lo contrario: supone devolvernos de pleno a paisaje sentimental de Opendoor, a esa “pasión y pasividad”, a ese final apoteósico que, no obstante, vuelve a encauzarse en esa “normalidad fantasmal”.
Paraísos es también la incursión de Havilio en un Buenos Aires sórdido por momentos, pegajosos, onírico a veces, anónimo, contenido, una ciudad hecha de retazos ambientales y biográficos que, se diría, solo puede ser retratada no tanto con palabras como con el tono de las palabras. El lenguaje de Havilio es de por sí también un reflejo de la ciudad que quiere mostrarnos. Su autor nos convence de que salir de la rural Open Door para adentrarse en esta urbe colosal solo puede ser contado, por contra, desde la nimiedad, única manera de, por contraposición, hacernos entender el heroísmo imperceptible de tantas vidas cotidianas.
Iosi Havilio decide jugar su partida con muy pocas cartas. No parece que haya modo mejor de combinarlas. Al menos si se quiere ganar sin hacer trampas, y Paraísos es una novela ganadora.