I
Ahora, mientras espera que anuncien la salida del avión, René muerde su dedo medio deforme. El anular de la mano izquierda. Un dedo diferente, levemente elefantiásico, la yema abultada, coronado por una uña disminuida, en comba, difícil de cortar. Un dedo que por mucho que rasguñe, chupe o mordisquee, ya no va a poder cambiar. Va a ser siempre suyo. Podría amputárselo, en ese caso sería más suyo todavía. Antes, le pasaba seguido de soñar con ese dedo, como si no le perteneciera, en tamaño gigante, un ente autónomo, animado, un monstruo bueno dejándose observar. Porque los otros nueve dedos son sólo dedos, más o menos útiles, más o menos prescindibles. Dedos. Pero éste, por ser distinto, defectuoso, tiene pasado, remite inevitablemente a sí mismo, al corte, al accidente. Por eso, mordiéndolo, muerde más allá, se muerde entero. El recuerdo ya es pura invención y sin embargo aparece cada vez más vivo, exacto, definido. Una fracción de segundo le basta para evocarlo y otra para deshacerlo. Puede ver en un mismo pantallazo los siete cuadros congelados que encierran el episodio. Uno: la corrida por los fondos de la casa, mareado como un trompo, ebrio por el juego, escapando de alguien, otro chico, mayor que él, aunque no tanto, que en la persecución lo hace trastabillar y reírse mucho. Dos: salta una tapia sucia, oxidada, también un cerco, y entra en una casilla vieja con olor a mierda reseca, el escondite perfecto. Tres: espía, un ojo cerrado, el otro asomándose por un hueco que se abre entre los listones de madera, la sombra del chico merodea, arrastra los pies formando una breve nube de polvo. Cuatro: sus dedos, los de la mano izquierda, como pasa un minuto largo sin que el otro dé señales, se aferran por instinto al marco de la puerta, justo sobre las bisagras, justo cuando el chico está por abrir, de una vez, brutalmente, nunca sabrá si con maldad o no. Cinco: el filo de la puerta se ensaña con el dedo, rompiéndolo, torturándolo, como una hélice desbocada que da vueltas, vueltas, y más vueltas, sin parar. Seis: igual a un gigante herido, o pudoroso, toda la atención la ocupa su dedo envuelto en un pañuelo blanco con flores amarillas bordadas en el centro y en las esquinas que en el tiempo que dura la carrera al hospital la sangre va tiñendo de rojo. Siete y último: la salida de la clínica, primera muerte y resurrección, ya nada importa salvo la falda larga de su madre que sigue de cerca, rozándola con el brazo, el hombro y el dorso de la mano, casi sin intención, que le marca el camino llena de promesas de cuidado exclusivo. Así es, más o menos, el recuerdo que se inventó y que repite sin querer de tanto en tanto.
ESTOCOLMO, 2010