Por Mariana Figueroa para Revista Intemperie
Cuatro años después de la publicación de Opendoor, su primer libro, el escritor y guionista argentino Iosi Havilio sorprende con esta segunda novela que logra conmover por dos razones esenciales: la primera, el estilo íntimo de una narración en tercera persona que a ratos se asume como si se tratase de un testimonio referido desde la óptica personal del protagonista; y segundo, la creación de un personaje que materializa la complejidad, el abatimiento y la decadencia del ser humano de un modo alejado de los lugares comunes.
Forjador de una personalidad insegura, René, de cincuenta años, opta por regresar a su Chile natal tras haber vivido 33 años de autoexilio en Suecia. No se trata de un retorno definitivo, sino más bien de un viaje pasajero que el protagonista aprovecha de realizar junto a un grupo de voluntarios de la Cruz Roja que viajarán a Santiago para impartir cursos de primeros auxilios. El vuelo refleja la oportunidad de desprenderse de los conflictos en que lo ha involucrado Boris, su amante serbio y, tal vez, el afloje definitivo de esa obsesión que los tiene sumidos a ambos en un juego de poder y perversiones.
La decisión de volar –pese a una fobia progresiva a los aviones– marca el comienzo de la historia y a su vez simboliza el punto de arranque del viaje interno del personaje, el inicio de una suerte de tregua que no se consolida del todo, una renovación que es, en realidad, un recambio de sus propios fantasmas.
Una vez en Chile (hospedado en el hotel Metrópolis del barrio Brasil, junto a Saga y Elías, voluntarios suecos de la Cruz Roja), René se entrega a la contemplación de una ciudad que no es la suya, un espacio suspendido en la memoria, un escenario que se arma mediocremente en su cabeza a partir de los recuerdos del joven socialista que fue, ese que abandonó su país a los dieciocho años -apenas un par de días antes del Golpe- y que, por lo demás, nunca fue santiaguino.
Se perfila como un desfasado que no logra entenderse con el tiempo, (“esa invención melancólica”, según un aforismo que él mismo cita), un individuo de comportamiento torpe e impredecible que siempre tiene la atención puesta más allá, en ese alguien que se escapa del presente, la figura de su amante, Boris, que lo apabulla y que se erige como una amenaza capaz de traspasar las fronteras de los países para seguirlo a todas partes, como si en ningún lugar pudiese estar a salvo de ese delincuente y su sombra cruel que lo excita, lo deleita y lo llena de terror.
El morbo de este vínculo, al parecer indisoluble, es uno de los grandes temas de la novela. Se expresan así todos los síntomas de una pasión fatídica, la atracción más pura por lo nocivo, la necesidad de vivir atado al objeto de placer sexual, pese al daño.
Havilio domina magistralmente la intriga primordial que atraviesa la novela, pero parece lucirse incluso más en el manejo nostálgico de las emociones de un homosexual que no sabe qué hacer con su cabeza, un hombre aquejado por las crisis de pánico y la depresión que no logra asumir del todo, un señor cuyos rasgos infantiles están claramente delineados, que ingiere barbitúricos al azar, sin dosis fija ni horario, un expatriado que se conmueve mirando una figurita de esas que nievan por dentro y al que la caída de Salvador Allende lo sorprendió en otro país, justo cuando él mismo se enfrentaba a su propio golpe interno, ese que lo llevó a prolongar por 33 años un viaje que debería haber durado sólo algunos días.
A pesar del constante telón político de fondo –como la “revolución de los pingüinos” durante la visita a Chile, entre otros de relevancia mundial– y del tratamiento de un tema recurrente en la literatura (el regreso de un exiliado a un país que ya no reconoce) Estocolmo es en realidad una novela de personaje. Los sucesos externos sólo cobran vida a través de la mirada de René y nunca adquieren más importancia de la que tienen las vivencias subjetivas de él mismo, que se debate constantemente entre el sexo duro y la debilidad de su cuerpo propenso a la vejación, un cuerpo que alberga un dedo índice deformado producto de un cercenamiento grotesco en la infancia, que será el recordatorio eterno de que la suya es una existencia marcada desde el inicio y para siempre por la huella del dolor.