sábado, 13 de junio de 2015

Una fantasía alucinada


Por Maxi Crespi sobre Pflor

Enie, Junio 2015

“Esta historia empieza cuando yo era otro”. La frase que abre Pequeña flor de Iosi Havilio reverbera sutil sobre la deriva incierta de un proyecto literario arisco, polifacético y trashumante. Cada libro es un nuevo comienzo. No sólo porque en cada uno el autor parezca asumir una nueva relación con la escritura y la imaginación del signo, sino también porque la dispersión de su imagen termina produciendo en el lector la impresión de una literatura posible pero siempre en estado de promesa. Havilio no busca producir una consistencia imaginaria o estilística. Se empeña más bien en escribir desde una ética de la desidentificación, más próxima al vértigo del juego que a la solemnidad de la obra.
 
El texto confirma esa lógica del corte que signa su programa narrativo. Representa, por ejemplo, un salto abrupto respecto de La Serenidad , la nouvelle que la precede. La unificación del punto de vista en un narrador en primera persona, una trama zigzagueante pero precisa, un universo definido por un espacio familiar y un argumento cuyos conflictos se desatan luego de una alteración en las funciones productivas, da cuenta de una novela cuyo indócil materialismo la sitúa en las antípodas de la afectación abstracta que carga su antecesora. La prosa ágil, alineada y pulida se articula sobre una trama extraña, atractiva, vertiginosa y cambiante. De ese modo, la ficción facilita el tránsito aun por los pastosos pasajes donde se cita obstinadamente a Tolstoi y donde se acumulan referencias a la literatura rusa y a su confeso desafío de “reflejar un fenómeno real, fantástico real”: el que liga la pulsión de muerte al milagro de la resurrección.

Del ajedrez a la cama, del histeriqueo del jazz al sexo violento del tango, la novela se abre camino con una intensidad creciente hacia un final que conviene dejar en suspenso. Como en ciertas novelas de Bizzio, el narrador-personaje acoge su propia transformación sin cinismo y sin resignación, con la claridad liberadora que sucede al desvarío de la pesadilla. Tras la fábula, su imaginación dispone de las víctimas como de muñecos sumisos al orden del sacrificio; pero en el paño de la ficción el deseo se carga lentamente de una ilusión compensatoria que hipoteca todo brote de transgresión al fulgor de una fantasía alucinada.

De la alegoría a la novela, de la tiranía de los conceptos a la arbitrariedad de lo singular, la narrativa de Havilio se imprime como una basculación astuta y eficaz. Avanza suspendiendo el paso, recomenzando siempre, como si ansiara retornar (aun intuyendo la imposibilidad del retorno) a la primera escena de escritura, como si fuera ese otro que se descubre escribiendo el primer libro, el primer párrafo, la primera palabra. En la deliberada elección de ese artificio se juegan su insolencia, su frescura y su vitalidad.