sábado, 20 de noviembre de 2010

Rostro y máscara

Por Virginia Cosin. Publicado en Ñ 13/11/10


Iosi Havilio, escritor argentino, irrumpió en el mundo literario hace cuatro años y levantó una pequeña polvareda. Su novela Opendoor llamó la atención de críticos y lectores en general, que la encontraron difícil de catalogar, sin muchas filiaciones aparentes, enigmática y atrapante. Estocolmo es su segunda novela, y llega cargada de expectativas. 

En Opendoor su protagonista, cuyo nombre nunca se revela, vagaba sin anclajes, desarraigada del tiempo, los afectos, el pasado, el futuro; desplazándose de la ciudad al campo y del campo a la ciudad mudando, mutando. Nada se nos dice de ella, o de su historia personal. Apenas que en medio de un devenir indolente, azaroso, encuentra una mujer, que se convierte en su amante y luego desaparece misteriosamente. El pasado adquiere alguna consistencia solo a través del interés que despierta en ella la historia del lugar en donde, por obra de esa misma indolencia, termina afincada. 

En Estocolmo nos encontramos con un personaje cuyo presente se transfigura cuando entra en coalición con su pasado. René es el nombre ambiguo del hombre que, cuando empieza la novela, está a punto de embarcarse en un avión que lo llevará de regreso a su Chile natal, después de treinta años de vivir en Suecia, país en el que, al igual que sucede con la chica de Opendoor, se radica sin que medie una decisión voluntaria. No se nos dice en ningún momento, tampoco, el motivo por el cual René decide regresar. Solo sabemos que allá quedó su amante eslavo que lo obsesiona, de quien huye y a quien busca desesperadamente, al mismo tiempo. 

Hay algo en común que une a Opendoor con Estocolmo: los acontecimientos no son transitados por sus protagonistas, sino que las cosas les “pasan”. Y si ellos cambian, es porque mientras permanecen estáticos, el tiempo se los lleva puestos. Quizás la diferencia entre esta nueva novela y la anterior es que acá poco importa el relato en un sentido tradicional, en cuanto sucesión de acontecimientos. El espesor de la trama, en Estocolmo, se construye por capas. No hay un pasado, sino muchos. El de los relatos míticos o religiosos, el de las leyendas, el de los acontecimientos de la historia con mayúscula, el de las ficciones que se desarrollan en libros y películas, el de la memoria personal que es, una vez que es evocada y se transforma en recuerdo, otra ficción. Es en ese hacer y deshacer que el lector de Estocolmo se zambulle y emerge como si, junto con el protagonista, buscara un anillo perdido en el fondo de una pileta. 

En su peregrinar por su ciudad natal René va haciendo un relevo de esos relatos contenidos en diversos soportes: folletos, panfletos políticos, revistas, subtitulados, inscripciones de carteles, libros de refranes, slogans publicitarios, prospectos médicos. La ciudad, descripta con una minuciosa letanía, se convierte por momentos en un escenario iluminado por reflectores tan potentes que René es apenas una sombra, que se vislumbra a contraluz. En otros, la lente de Havilio se vuelve tan potente, que apenas podemos ver fragmentos como a través de un microscopio en donde lo más pequeño e insignificante cobra una dimensión monstruosa.
En suma, Havilio logra otra vez, aunque quizás de manera menos lograda que en su anterior entrega, construir otro objeto escurridizo, difícil de definir o atrapar en una sola interpretación. Quizás, lo que resulte más interesante sea ese punto de sutura en el que los diversos hilos con los que se arma una trama quedan como atorados en la máquina de coser y se anudan entre si: presente y pasado, ser y estar, ficción y memoria, mito y realidad, rostro y máscara.