jueves, 4 de noviembre de 2010

Una novela de personajes

Por Beatriz Sarlo.
Publicado en Perfil, 31 de octubre de 2010.


Después de Opendoor, no podía resultarme extraño que Iosi Havilio escribiera una novela de personajes. Piglia, Saer han escrito novelas de personajes. Hoy la expresión misma parece algo antigua y, sin embargo, cuando se lee una novela de este tipo, se la reconoce inmediatamente con una especie de agradecida curiosidad. Los personajes en la ficción actual están casi siempre confinados a la literatura de calidad; es decir, relatos que son correctos, obedecen la gramática moderna sin exagerar, pero no son estéticamente interesantes. En Estocolmo, hay personajes y no es literatura de calidad sino literatura.

Estocolmo es estéticamente interesante porque tiene personajes que no son simples portadores de unas peripecias o de un discurso. No trabajan como transporte de un devenir narrativo fragmentario que hay que conectar, o de un devenir de la escritura. Son figuras (subjetividades) en el sentido más clásico. Y esto es bien difícil hacerlo cuando la novela no es tradicional ni es una novela de género. Tampoco es una novela psicológica. En las últimas décadas, se ha escrito mucho sobre la muerte del sujeto (libros con ese título fúnebre hicieron bastante ruido). Con el sujeto morían, por supuesto, sus representaciones literarias. Paradójicamente, se vive también en medio de un imperioso “giro subjetivo” y una reivindicación de los sujetos: la memoria y la autoficción en primera persona reclaman derechos subjetivos de “tercera generación”.

La novela de Havilio no tiene que ver ni con la muerte del sujeto ni con el giro subjetivo. Es simplemente ficción de personajes, aunque el protagonista sea una subjetividad plana, casi vaciada, a quien los hechos le suceden sin buscarlos. Aunque en el fondo de Estocolmo hubiera material biográfico (lo ignoro), no tiene ninguna de las marcas evidentes de esas señalaciones y coincidencias puestas para ser reconocidas, que caracterizan la autoficción. El personaje central de la novela está más cerca de Beckett u Onetti, cuando comienza a disolverse en la nada o en un fracaso que también lo socava como figura literaria, pero todavía sostiene la unidad del relato, no sólo porque permite que avance, sino porque el personaje mismo avanza, aunque su destino ya sea la destitución.

Estocolmo es también una novela de viaje, tardío Bildungsroman protagonizado por René, un hombre de cincuenta años, homosexual, que a los dieciocho quedó varado en Estocolmo, donde lo sorprendió el golpe de Estado de Pinochet. Ese chileno muy joven, después de varios meses, sin buscarlo ni proponérselo, se afinca en Suecia, donde adquiere un trabajo, hábitos y un amante, todo casi sin darse cuenta, aceptando el advenimiento de los hechos que son fortuitos pero, a la distancia, adquieren la enigmática capacidad de configurar una “vida”.

Después de treinta tres años, René vuelve a Santiago de Chile por primera vez, en una vaga misión de la Cruz Roja, acompañado por dos hermanos suecos, muy jóvenes, casi mudos, blandos y seguros, flexibles, curiosos a su manera, corteses y sonrientes. El hombre que regresa encontrará a su madre en un asilo, peripecia que parece central pero que se escapa de esa previsible convención de centralidad: todo es más importante que ese encuentro, aunque el tema reaparezca y sobre todo el lector no pueda olvidarlo. Este lado del aprendizaje tiene sus imposibilidades, ya que ahora no hay novela de aprendizaje donde algo se aprenda y, además, porque el desenlace de Estocolmo no corta ni cierra el suspenso fatal del vuelo de regreso.


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