domingo, 28 de noviembre de 2010

Alucinado y caótico

Por Mauro Libertella
Jam de Escritura 18/11/10 

Cuando recibí Estocolmo me amedrentó su volumen –casi 300 páginas. Tenía que encontrar el momento para leerlo. Pienso ahora que mi lectura personal del libro, signada por la interrupción y la fractura, habla mucho del libro. Es finalmente un relato de la errancia, un desplazamiento alucinado y caótico. Me gusta pensar que leerlo así, en los minutos muertos robados a un colectivo que no prometía nada, o en la espera de una fila imposible de banco, guarda una coherencia secreta con la trama de la novela.
De Opendoor recordaba la velocidad. Una prosa límpida, literaria pero transparente, que empuja al lector a apurarse, a seguir, a no parar. Estocolmo, paradójicamente, “narra” más escenas, despliega un viaje sin descanso, pero la escritura es pausada y trabajada. Da la sensación de que Havilio eligió cada palabra de un registro vasto, como si sólo se pudiera escribir eso con esa palabra y jamás con otra. El libro no es barroco, pero tiene una búsqueda literaria comprobable, que no es la búsqueda mas visible en los escritores de la nueva generación. Me acuerdo ahora de una frase de Borges: “todo escritor cuando empieza a escribir es barroco por timidez”. Quería decir, o por lo menos yo lo leo así, que el escritor joven se refugia, se esconde bajo los pliegos de un lenguaje tupido, abigarrado. Esa lección borgeana siempre fue para mi un faro, y m ayudó a erosionar los exabruptos, los excesos del lenguaje. La escritura de Havilio, en ese sentido, parece caminar por un finísimo hilo de aire; cuando cerramos sus libros, sobrevive al mismo tiempo una idea de trama y una sensación de escritura.
Hoy leía una entrevista a Graciela Speranza en donde decía que hay una tendencia dominante en la literatura contemporánea hacia la proliferación y la fuga de historias. Libros que narran, como en un tapiz o un mosaico, decenas de pequeñas historias astilladas aquí y allá en el cuerpo de un relato mayor que las contiene. Hay algo de eso también en Estocolmo. Speranza le adjudicaba a Aira esa impronta en la literatura que hoy se escribe. Es cierto que el recurso viene ya de Proust, no lo inventamos nosotros, pero esa voluntad hipernarrativa, de decirlo todo, está en Aira, claro, pero está también en Havilio y en otros autores de la new wave. 

sábado, 20 de noviembre de 2010

Rostro y máscara

Por Virginia Cosin. Publicado en Ñ 13/11/10


Iosi Havilio, escritor argentino, irrumpió en el mundo literario hace cuatro años y levantó una pequeña polvareda. Su novela Opendoor llamó la atención de críticos y lectores en general, que la encontraron difícil de catalogar, sin muchas filiaciones aparentes, enigmática y atrapante. Estocolmo es su segunda novela, y llega cargada de expectativas. 

En Opendoor su protagonista, cuyo nombre nunca se revela, vagaba sin anclajes, desarraigada del tiempo, los afectos, el pasado, el futuro; desplazándose de la ciudad al campo y del campo a la ciudad mudando, mutando. Nada se nos dice de ella, o de su historia personal. Apenas que en medio de un devenir indolente, azaroso, encuentra una mujer, que se convierte en su amante y luego desaparece misteriosamente. El pasado adquiere alguna consistencia solo a través del interés que despierta en ella la historia del lugar en donde, por obra de esa misma indolencia, termina afincada. 

En Estocolmo nos encontramos con un personaje cuyo presente se transfigura cuando entra en coalición con su pasado. René es el nombre ambiguo del hombre que, cuando empieza la novela, está a punto de embarcarse en un avión que lo llevará de regreso a su Chile natal, después de treinta años de vivir en Suecia, país en el que, al igual que sucede con la chica de Opendoor, se radica sin que medie una decisión voluntaria. No se nos dice en ningún momento, tampoco, el motivo por el cual René decide regresar. Solo sabemos que allá quedó su amante eslavo que lo obsesiona, de quien huye y a quien busca desesperadamente, al mismo tiempo. 

Hay algo en común que une a Opendoor con Estocolmo: los acontecimientos no son transitados por sus protagonistas, sino que las cosas les “pasan”. Y si ellos cambian, es porque mientras permanecen estáticos, el tiempo se los lleva puestos. Quizás la diferencia entre esta nueva novela y la anterior es que acá poco importa el relato en un sentido tradicional, en cuanto sucesión de acontecimientos. El espesor de la trama, en Estocolmo, se construye por capas. No hay un pasado, sino muchos. El de los relatos míticos o religiosos, el de las leyendas, el de los acontecimientos de la historia con mayúscula, el de las ficciones que se desarrollan en libros y películas, el de la memoria personal que es, una vez que es evocada y se transforma en recuerdo, otra ficción. Es en ese hacer y deshacer que el lector de Estocolmo se zambulle y emerge como si, junto con el protagonista, buscara un anillo perdido en el fondo de una pileta. 

En su peregrinar por su ciudad natal René va haciendo un relevo de esos relatos contenidos en diversos soportes: folletos, panfletos políticos, revistas, subtitulados, inscripciones de carteles, libros de refranes, slogans publicitarios, prospectos médicos. La ciudad, descripta con una minuciosa letanía, se convierte por momentos en un escenario iluminado por reflectores tan potentes que René es apenas una sombra, que se vislumbra a contraluz. En otros, la lente de Havilio se vuelve tan potente, que apenas podemos ver fragmentos como a través de un microscopio en donde lo más pequeño e insignificante cobra una dimensión monstruosa.
En suma, Havilio logra otra vez, aunque quizás de manera menos lograda que en su anterior entrega, construir otro objeto escurridizo, difícil de definir o atrapar en una sola interpretación. Quizás, lo que resulte más interesante sea ese punto de sutura en el que los diversos hilos con los que se arma una trama quedan como atorados en la máquina de coser y se anudan entre si: presente y pasado, ser y estar, ficción y memoria, mito y realidad, rostro y máscara.

miércoles, 17 de noviembre de 2010

Escozor

Por Daniel Ruiz García para Estado Crítico

Por esta estúpida tendencia que uno tiene a que un libro le recuerde a otro libro, a mí el libro Estocolmo, de Iosi Havilio, me ha recordado a las novelas más intensas y turbias de Highsmith. Quizá puede ser por esa forma de narrar, a la vez densa y llena de nervio, con un afán de psicologismo permanente que no está en colisión con la narración de hechos, con la acción, de forma que todo el tiempo parece que estemos asistiendo a algo que sólo se barrunta. Es, no sé si me entienden, esa sensación tan propia de que “algo malo va a pasar”, y a lomos de esa sensación la novela va avanzando. Al final resulta que lo malo que uno pensaba no es lo malo que realmente ocurre, y así Iosi Havilio juega con nosotros ejerciendo de tremendo comediante, de un bromista con una vena decididamente macabra.

Esa tensión latente que recorre la trama es lo que favorece una lectura bastante rápida y amena, en la que concedemos transitar por meandros que no son decisivos para el argumento pero que nos gustan porque están muy bien trazados. También nos gusta que Havilio enfrente el hecho novelístico desde una modernidad nada impostada en relación con la historia que aborda: René, un chileno que reside desde hace casi cuarenta años en Estocolmo (abandona su tierra natal en el momento del golpe de estado contra Salvador Allende, y por tanto ejerce como exiliado político), trabaja para la Cruz Roja. Tiene un miedo enfermizo a volar, lo que le ha impedido abandonar Suecia en esos cuarenta años. Sin embargo, finalmente se decide a hacerlo. Le lleva a ello cierto deseo de regresar a su pasado, de reencontrarse con los escenarios de su infancia, con su madre, pero sobre todo su obsesión por huir. El objeto sobre el que se focaliza el deseo de huida es Boris, el amante de René, un balcánico politoxicómano que ha convertido su vida en un perpetuo carnaval de violencia y delincuencia, y con el que René mantiene unas relaciones propias del cuento más sórdido y oscuro de Sacher-Masoch.

El personaje de René está bastante bien dibujado: un homosexual entrado en años con un hábito compulsivo por la e-pornografía, pero con serios problemas para excitarse y consumar el orgasmo. Esta incapacidad puede entenderse como una materialización física de los agobios y miedos que lo atenazan, más perfectamente representados, por un lado, en el miedo a volar, y por otro, en su amante Boris. El amante balcánico está todavía aún mejor cincelado si cabe, probablemente porque la historia lo enfoca de forma más lejana y sugerente. Cualquiera que conozca al personaje logra representarse en su mente a más de un individuo de esa especie que le es cercano o conocido, porque es un tipo humano bastante común aunque, creo, poco transitado por la literatura, al menos no de forma tan efectiva como en Estocolmo: un despojo humano que sale adelante a través de un ejercicio permanente de supervivencia, en la que invierte sin escrúpulos todo su odio, toda su ira, toda su maldad. Un villano embrutecido que aquí, y eso es uno de los grandes logros de esta novela, llega a resultar en los últimos instantes incluso tierno.

Una novela, en fin, bastante perturbadora, que pone sobre el tapete a unos personajes que se desenvuelven con relaciones nada fáciles, en el contexto de los temas literarios universales: amor, violencia, sexo, memoria personal y colectiva… Un texto algo desagradable, probablemente, para los finos de estómago, pero muy apto para todos aquellos que gustan de la literatura entendida desde los difíciles y complicados márgenes de la narración consagrada a contar historias que escuecen.

martes, 16 de noviembre de 2010

domingo, 14 de noviembre de 2010

jueves, 4 de noviembre de 2010

Una novela de personajes

Por Beatriz Sarlo.
Publicado en Perfil, 31 de octubre de 2010.


Después de Opendoor, no podía resultarme extraño que Iosi Havilio escribiera una novela de personajes. Piglia, Saer han escrito novelas de personajes. Hoy la expresión misma parece algo antigua y, sin embargo, cuando se lee una novela de este tipo, se la reconoce inmediatamente con una especie de agradecida curiosidad. Los personajes en la ficción actual están casi siempre confinados a la literatura de calidad; es decir, relatos que son correctos, obedecen la gramática moderna sin exagerar, pero no son estéticamente interesantes. En Estocolmo, hay personajes y no es literatura de calidad sino literatura.

Estocolmo es estéticamente interesante porque tiene personajes que no son simples portadores de unas peripecias o de un discurso. No trabajan como transporte de un devenir narrativo fragmentario que hay que conectar, o de un devenir de la escritura. Son figuras (subjetividades) en el sentido más clásico. Y esto es bien difícil hacerlo cuando la novela no es tradicional ni es una novela de género. Tampoco es una novela psicológica. En las últimas décadas, se ha escrito mucho sobre la muerte del sujeto (libros con ese título fúnebre hicieron bastante ruido). Con el sujeto morían, por supuesto, sus representaciones literarias. Paradójicamente, se vive también en medio de un imperioso “giro subjetivo” y una reivindicación de los sujetos: la memoria y la autoficción en primera persona reclaman derechos subjetivos de “tercera generación”.

La novela de Havilio no tiene que ver ni con la muerte del sujeto ni con el giro subjetivo. Es simplemente ficción de personajes, aunque el protagonista sea una subjetividad plana, casi vaciada, a quien los hechos le suceden sin buscarlos. Aunque en el fondo de Estocolmo hubiera material biográfico (lo ignoro), no tiene ninguna de las marcas evidentes de esas señalaciones y coincidencias puestas para ser reconocidas, que caracterizan la autoficción. El personaje central de la novela está más cerca de Beckett u Onetti, cuando comienza a disolverse en la nada o en un fracaso que también lo socava como figura literaria, pero todavía sostiene la unidad del relato, no sólo porque permite que avance, sino porque el personaje mismo avanza, aunque su destino ya sea la destitución.

Estocolmo es también una novela de viaje, tardío Bildungsroman protagonizado por René, un hombre de cincuenta años, homosexual, que a los dieciocho quedó varado en Estocolmo, donde lo sorprendió el golpe de Estado de Pinochet. Ese chileno muy joven, después de varios meses, sin buscarlo ni proponérselo, se afinca en Suecia, donde adquiere un trabajo, hábitos y un amante, todo casi sin darse cuenta, aceptando el advenimiento de los hechos que son fortuitos pero, a la distancia, adquieren la enigmática capacidad de configurar una “vida”.

Después de treinta tres años, René vuelve a Santiago de Chile por primera vez, en una vaga misión de la Cruz Roja, acompañado por dos hermanos suecos, muy jóvenes, casi mudos, blandos y seguros, flexibles, curiosos a su manera, corteses y sonrientes. El hombre que regresa encontrará a su madre en un asilo, peripecia que parece central pero que se escapa de esa previsible convención de centralidad: todo es más importante que ese encuentro, aunque el tema reaparezca y sobre todo el lector no pueda olvidarlo. Este lado del aprendizaje tiene sus imposibilidades, ya que ahora no hay novela de aprendizaje donde algo se aprenda y, además, porque el desenlace de Estocolmo no corta ni cierra el suspenso fatal del vuelo de regreso.


El artículo entero aquí.