lunes, 7 de septiembre de 2015

Catábasis y después

Pequeña flor por Ariel Pavón 

http://revistaotraparte.com/semanal/literatura-argentina/pequena-flor/

No ha decaído el valor de la experimentación formal en literatura. Pese a la cantidad de textos que, en nombre de ciertas legibilidades, pretenden volver invisible la forma, aún persiste la exploración que subvierte lo establecido. Pequeña flor, la admirable última novela de Iosi Havilio, se estructura como un único párrafo, en virtud del cual el lector es literalmente arrastrado hacia el final, al encuentro del punto y aparte que demora toda una novela en llegar. Los hechos y las situaciones se suceden velozmente, sin generar vértigo como en las aceleraciones de Guebel o de Aira, sino a una velocidad de crucero que da densidad y volumen a la brevedad de la novela y la convierte en una extraña experiencia de lectura, donde el ritmo parejo de la acción escapa hábilmente a cualquier monotonía.
José, el protagonista y narrador, comprende una mañana que se ha quedado sin empleo. La fábrica donde trabaja es destruida por un incendio. A partir de ese momento se invierten los roles en la pareja y Laura, que vuelve al trabajo, asume un lugar masculino que provoca tensiones inevitables. Todo podría quedar allí. Ser la crónica del desgaste de una pareja. Pero un hecho incomprensible abre una línea de acción inesperada. La irrupción de lo fantástico deja fuera de circulación cualquier especulación psicológica, y aun sociológica, para centrarnos en la problemática de un don inexplicable. José descubre que puede ser un asesino ineficaz, pues lo que mata resucita, como si no hubiera muerto nunca. El “punto final” aquí se revierte —como equívoca metáfora de la transformación— mediante misteriosas resurrecciones, cuya única huella parece ser el desenfreno sexual en el que desemboca el narrador. Eros y Tánatos se imbrican en una dinámica que va de la muerte al sexo y al renacimiento, como en urgentes estaciones. En cada nuevo encuentro con su vecino Guillermo, José se aplica a una rutina de lo sensorial —y de lo sensual— que culmina cuando los últimos compases de la canción “Petite fleur” lo impulsan al asesinato; el papel de víctima aúna debut y despedida y Guillermo aprende a lucirse en él. El clásico tema de Sidney Bechet opera como leitmotiv, puntuando con un crimen cada episodio de una vida —la de José— atrapada en la oscuridad de un vínculo que se resquebraja, que experimenta sucesivas metamorfosis, cada vez más turbio y asfixiante, y que se despliega en ese párrafo único. Pero también “Petite fleur” actúa como clave simbólica que remite a Antonia, la hija de Laura y José, pequeña flor cuya lateralidad se revela vital, convirtiéndola en subterfugio y respuesta.
Con referencias directas a Tolstoi, Gorki y Dostoievski, Pequeña flor narra una lenta catábasis, el descenso a un infierno hecho de angustia y extrañeza, un subsuelo adonde no está obturada la esperanza del regreso, aunque la redención sea tema de un párrafo siguiente.