Pequeña flor por Ariel Pavón
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No ha decaído el valor de la experimentación formal en literatura.
Pese a la cantidad de textos que, en nombre de ciertas legibilidades,
pretenden volver invisible la forma, aún persiste la exploración que
subvierte lo establecido. Pequeña flor, la admirable última
novela de Iosi Havilio, se estructura como un único párrafo, en virtud
del cual el lector es literalmente arrastrado hacia el final, al
encuentro del punto y aparte que demora toda una novela en llegar. Los
hechos y las situaciones se suceden velozmente, sin generar vértigo como
en las aceleraciones de Guebel o de Aira, sino a una velocidad de
crucero que da densidad y volumen a la brevedad de la novela y la
convierte en una extraña experiencia de lectura, donde el ritmo parejo
de la acción escapa hábilmente a cualquier monotonía.
José, el protagonista y narrador, comprende una mañana que se ha
quedado sin empleo. La fábrica donde trabaja es destruida por un
incendio. A partir de ese momento se invierten los roles en la pareja y
Laura, que vuelve al trabajo, asume un lugar masculino que provoca
tensiones inevitables. Todo podría quedar allí. Ser la crónica del
desgaste de una pareja. Pero un hecho incomprensible abre una línea de
acción inesperada. La irrupción de lo fantástico deja fuera de
circulación cualquier especulación psicológica, y aun sociológica, para
centrarnos en la problemática de un don inexplicable. José descubre que
puede ser un asesino ineficaz, pues lo que mata resucita, como si no
hubiera muerto nunca. El “punto final” aquí se revierte —como equívoca
metáfora de la transformación— mediante misteriosas resurrecciones, cuya
única huella parece ser el desenfreno sexual en el que desemboca el
narrador. Eros y Tánatos se imbrican en una dinámica que va de la muerte
al sexo y al renacimiento, como en urgentes estaciones. En cada nuevo
encuentro con su vecino Guillermo, José se aplica a una rutina de lo
sensorial —y de lo sensual— que culmina cuando los últimos compases de
la canción “Petite fleur” lo impulsan al asesinato; el papel de víctima
aúna debut y despedida y Guillermo aprende a lucirse en él. El clásico
tema de Sidney Bechet opera como leitmotiv, puntuando con un crimen cada
episodio de una vida —la de José— atrapada en la oscuridad de un
vínculo que se resquebraja, que experimenta sucesivas metamorfosis, cada
vez más turbio y asfixiante, y que se despliega en ese párrafo único.
Pero también “Petite fleur” actúa como clave simbólica que remite a
Antonia, la hija de Laura y José, pequeña flor cuya lateralidad se
revela vital, convirtiéndola en subterfugio y respuesta.
Con referencias directas a Tolstoi, Gorki y Dostoievski, Pequeña flor
narra una lenta catábasis, el descenso a un infierno hecho de angustia y
extrañeza, un subsuelo adonde no está obturada la esperanza del
regreso, aunque la redención sea tema de un párrafo siguiente.