Agustín Valle lee Paraísos y escribe para la revista Rolling Stone.
En su tercera novela, el escritor porteño
nacido en 1974, retoma personajes de la primera, Opendoor, en una historia
que es un casi constante homenaje a la fatalidad. Empieza con la protagonista
recibiendo el aviso de que su marido y padre de su hijito murió
atropellado en la ruta. Era un hombre mayor, y en el velorio ella es un ente
que casi nadie de la familia de él siquiera saluda. Poco tiempo pasa en plena
nada y desidia hasta que la echan de la chacrita donde vivía; resultó ser que
no era de él realmente. Con mil quinientos pesos en el bolsillo y la
criatura a cuestas, llega no saber bien por qué a Buenos Aires, monstruo
urbano. Recala en un hotel, pega una amiga rumana que la hace entrar trabajar
en el zoológico (ella, la protagonista sin nombre, tiene rudimentos de
veterinaria), donde otro empleado la lleva al edificio tomado donde vive, para
que le dé inyecciones de morfina a una enorme y postrada mujer con cáncer
terminal (Tosca, se llama); a cambio que le inyecte su calma diaria, Tosca le
habilita un cuartucho para ella y su hijo: de nuevo acepta sin pensar, se deja
llevar. En las casi trescientas cincuenta páginas que dura la novela, la
protagonista apenas tonta una o dos decisiones, conmovedoramente nimias. Como
si casi no fuera un sujeto sino un objeto vivo de las circunstancias, cuando
parece que elige algo, en realidad es que deja caer para un lado o el otro de
una disyuntiva.
Las víboras presas
en el serpentario le traen pesadillas; "siempre hay una pizca de
incertidumbre sobre lo que puede hacer una vida enjaulada": tal pareciera
ser una idea motora y subyacente a la novela, que, rodeando a la protagonista
-que de manera exasperante siempre prefiere callar y ver qué pasa- alza un
paisaje lleno de tensiones en frágil equilibrio, un modesto panorama de
acontecimientos potenciales. En eso, y en la perspectiva distante, como
aturdida, como manteniendo sobre lo real el manto de duda que dejan los sueños, Paraísos tiene reminiscencias del cine de
Lucrecia Martel. Aquí el entorno es netamente urbano; incluso el zoológico, la
Reserva Ecológica, las plazas, funcionan como lugares de stand by, pausas en que el personaje
descansa de la saña citadina. Nunca pasa de extranjera en todo sitio, pero, sin
embargo, es precisamente su pasividad, su dejarse llevar, lo que convierte a
esta mujer casi muda en su paseo arrastrado por las gentes y los bichos y las
cosas en un elemento delator de los canales de pasiones y conflictos de la
ciudad.