sábado, 8 de diciembre de 2012

Finitud, conocimiento y jólivud


Aquí la reseña que Virginia Cosin escribió para Revista Ñ del 17/11/2012


Paraísos es la tercera novela de Iosi Havilio y la segunda de una serie que se inicia con Opendoor . Allí encontrábamos a una mujer, cuyo nombre no se devela nunca, estudiante de veterinaria, que se dejaba llevar por algunos acontecimientos extraños, hasta un pueblo en el que existía una colonia psiquiátrica y donde terminaba instalándose para comenzar una nueva vida. Nada se nos decía de su pasado y nada sabríamos acerca de su futuro. Una de las cosas que más llamó la atención de este debut literario fue el carácter displicente de su protagonista, cuyos móviles quedaban ocultos bajo el velo del lenguaje, afincado en el cepo del presente. El efecto resultaba inquietante y el lector quedaba atrapado en la trama.
Paraísos empieza un tiempo después de que termina Opendoor y retoma el mismo laconismo, la misma cadencia, y continúa desarrollándose detrás del mismo velo. Su protagonista continuará resultándonos extraña, pero no será la misma que antes.
Una pregunta sobrevuela el texto, que va regando a lo largo de su desarrollo algunas pistas: ¿Por qué “Paraísos”? Paraísos son los árboles con los que ella se cruza camino al que será su trabajo una vez que se haya instalado nuevamente en la ciudad y sus frutos, prohibidos. Como Adán en el relato bíblico al transgredir la orden de Dios, Simón –el niño que acaba de nacer al final del primer libro y ya es un niño de cuatro años en el segundo– corre riesgo de morir al comer los “venenitos”.
En el libro del Génesis se lee: “Y ordenó el Eterno Dios al hombre, diciendo: De todo árbol del jardín podrás comer; mas del árbol del conocimiento del bien y del mal, no comerás; porque en el día que comas de él, morirás”. Simón no muere. Y Adán tampoco. No en ese momento. Pero toma conciencia. ¿Qué es lo que sabe, después de probar –conocer, saborear– la fruta? Precisamente: que es finito. La lógica del tiempo edénico se quiebra para dar paso al tiempo histórico y esa misma muesca se imprime en Paraísos , desde el momento en que el niño come un frutito que no debe y su madre, hasta ese momento entregada a los avatares del destino como si fueran designios inmanejables, sin sentirse jamás impelida a tomar una decisión, actuando sólo por impulsos, dejándose arrastrar por las circunstancias o los otros, se transforma. “Qué es esto que me recorre el cuerpo, esto nuevo que nunca sentí”, se pregunta ella, al borde de la cama de su hijo que vuela de fiebre. Si el paraíso es no saber, entonces la protagonista que hasta ahora –y desde Opendoor – nunca siente o nunca dice sentir nada, es por fin expulsada a la vida.
Además de árboles y frutos, en Paraísos también hay animales de muchas especies diferentes conviviendo en un mismo espacio –aunque acá estén separados entre sí y de la gente por rejas y no, como allá, sueltos– y, entre ellos, serpientes. Están las serpientes que habitan el reptilario, el sector que le es designado a la protagonista dentro de su labor en el zoológico, están las serpientes que ella dibuja, que copia de un libro que encontró tirado en la calle, está el dibujo de la serpiente que cierra el último capítulo del libro y está esa otra serpiente, encarnada por la figura de Eloísa –también partenaire de la protagonista en Opendoor – que la tienta a transgredir la ley.
Como en una buena superproducción de Hollywood, Paraísos deja la puerta abierta a una nueva entrega de la serie. El gran desafío de su autor consiste en continuar construyendo una voz original sin plegarse a fórmulas ya probadas.