martes, 22 de julio de 2014

Jornada delirante


Reseña de La Serenidad por Martìn Caamaño para Inrockuptiples de Junio 

Después de tres libros más tradicionales, Iosi Havilio se arriesga en La serenidad a construir una nouvelle experimental, que bucea en los rincones de la conciencia de sus personajes reafirmando el rol clave que tiene en la ficción el artificio literario.


El de Havilio es un derrotero curioso. Sin dudas, se trata de uno de los grandes narradores argentinos surgidos en los últimos tiempos, algo que ya quedó claro con Opendoor, su primera novela. Lo que sorprendió de aquella historia narrada por esa estudiante de veterinaria anónima que decide irse a vivir al campo luego de la confusa desaparición de su novia no fue solo la precisión con que estaba escrita ni ese nuevo enfoque sobre una de las dicotomías dominantes de la literatura argentina desde sus inicios –la oposición entre el campo y la ciudad– sino el placer hipnótico de una trama en apariencia sin propósitos ajenos a los de la historia misma; es decir, sin gestos pirotécnicos externos al propio libro. La sorpresa fue entonces la vocación latente por la narración pura, algo que con el correr de los años y de las diferentes publicaciones se transformaría en un sello de autor. Quizás esto fue lo que provocó que nombres como Fabián Casas o Beatriz Sarlo afirmaran entusiastas que Havilio parecía un escritor salido de la nada, revelando cierto desconcierto en el elogio.  Luego de Opendoor, vino un cambio de frente radical con Estocolmo, el relato sobre un chileno gay que regresa a su país escapando de un novio después de pasar más de tres décadas exiliado en la capital sueca. A esa peripecia sobre las diferentes formas que puede adoptar el miedo le siguió Paraísos, la continuación de Opendoor, que sin embargo puede leerse igualmente de forma autónoma. Para ese entonces, Havilio ya había demostrado tener el don para escribir sobre casi cualquier cosa. Cualquier cosa –la descripción de un tumor en la cola de un caballo, de un dedo deforme o del brazo flácido de una diabética; los comportamientos inesperados y al mismo tiempo posibles de los personajes; ciertas palabras, ciertas escenas– que caiga bajo el encantamiento de su pluma parece volverse automáticamente interesante.
Como si la historia (y el tono) que atraviesa al personaje de Opendoor y Paraísos lo obligara a abismarse, a asumir riesgos nuevos cada vez que la deja atrás –de ahí el cambio de registro en Estocolmo–, ahora con La serenidad vuelve a dar un salto desconcertante en su narrativa. Havilio recuerda: “Un día, alguien me dice: ‘te estoy siguiendo la carrera, te convertiste en un escritor establecido’. ‘¡Qué horror!’, pensé. ¿Qué diablos significa eso? ¡Establecido! Un escritor establecido es un escritor muerto”. En este caso, la fuga de lo establecido para Havilio es una novela de sesgo experimental, en la que los personajes son más bien categorías o funciones (se llaman: El Protagonista, La Reina De La Noche, El Gran Otro, El Filósofo De Toda Una Generación, La Madre, El Padre, así, todo en mayúsculas) y cuyo verdadero protagonista no es otro que el lenguaje mismo, al que le saca chispas, produciendo durante la lectura un efecto placentero e inquietante que se asemeja al crepitar de un caramelo Fizz en la boca.
Aunque ciertos rasgos distintivos de su literatura se mantienen –la deriva de los personajes como motor del relato, la búsqueda de la supervivencia en un mundo adverso y enrarecido– La serenidad apunta a otra dirección. Ya desde uno de los epígrafes, pasando por la odisea del personaje principal durante una jornada delirante que a su vez contiene la eternidad del tiempo novelesco, las referencias a Shakespeare (con el espectro del padre Hamlet incluido) y el monólogo de Barbarita sobre el final a la manera de una Molly Bloom del conurbano, convierten a esta en una novela en la cual resuenan constantemente los ecos del Ulises de Joyce“Después de varios intentos fallidos, hace un par de años leí y disfruté enormemente la lectura del Ulises en voz alta, guiado por una frase que Joyce escribe en una carta cuando termina el manuscrito, donde dice temer que alguien se tome una sola línea en serio”, confiesa Havilio.
Por sus temas y ciertos juegos de lenguaje, en La serenidad se puede detectar, además del de Joyce, el influjo de una tradición de escritores locales como Roberto ArltCesar Aira y sobre todo Osvaldo Lamborghini“A los que mencionás podría agregar Gombrowicz,  Sánchez, al Fogwill poeta”, coincide Havilio, aunque aclara que con este libro en realidad se propuso establecer una suerte de diálogo con cierta tendencia vanguardista de la literatura argentina contemporánea. “Lo cierto es que La serenidad es el resultado de haberme sentido interpelado por escrituras del presente, algo así como influencias del futuro. Pienso en Gracias, de Katchadjian, El Tucumanazo, de Castromán, los cuentos de Falco, los textos de Aldana Capellano, el gran Roberto Echavarren, también la danza y el teatro, por ejemplo el Ulises de Ariel Farace.”
Mientras que Opendoor y Paraísos tienen como rasgo común no revelar información acerca del pasado de sus personajes, encadenados al presente elástico de la trama –empezando por la narradora, de la que ni siquiera sabemos el nombre–, en La serenidad –como en Estocolmo, aunque con procedimientos muy diferentes–, el pasado insiste una y otra vez más no sea para demostrar la imposibilidad de su restitución. Es de esta imposibilidad que se nutren los artilugios de la ficción. La historia se pone en movimiento luego de una aparente ruptura amorosa, cuando Bárbara deja a El Protagonista. A partir de entonces asistimos a un vagabundeo errático en dos direcciones: por una ciudad enloquecida aunque perfectamente reconocible, y por los rincones de la conciencia de El Protagonista. Es ahí que se activa la máquina fallada de la memoria: el recuerdo de una fiesta cercana, el regreso a la infancia, el pasado político, la caprichosa herencia legada por El Padre. La serenidad plantea la aventura de las diferentes posibilidades que puede asumir el yo; El protagonista se desdobla en su Yo Pequeño, en El Gran Otro (amante de Barbarita) o hasta incluso en su propia mujer en el instante del acto sexual.
En un momento se lee: “El seso es lo de menos, lo que vale es la conciencia”. Y ese podría ser el lema que rige la novela. Ya desde la primera línea (“El misterio está en La Sonrisa. Ni en la carne ni en los huesos”) queda certificada la supremacía de la conciencia por sobre el cuerpo; una conciencia que solo va a materializarse a través de la escritura. “¿Podés hablar claro, estúpido…?”, le reclama el Hermano Mayor a El Protagonista. Ya es sabido que cuando la que habla es la conciencia se suele dar paso al exabrupto lírico. “Llevar al oficio al paroxismo precisa de práctica, aislamiento, algo de misterio”, reza otro pasaje. Y Havilio bien podría estar hablando de sí mismo como autor. Porque, después de tres novelas, su apuesta con La serenidad parece ser justamente esa, llevar el oficio al paroxismo.