domingo, 30 de noviembre de 2014

La nouvelle y después


Lectura de La Serenidad por Francisco Bitar para BazarAmericano

Sobre el final de la nouvelle Bonsai de Alejandro Zambra, Julio, protagonista y aspirante a escritor, consigue trabajo como secretario de Gazmuri, autor consagrado. Gazmuri “ha publicado seis o siete novelas que en conjunto forman una serie sobre la historia chilena reciente”. Es un viejo arisco y desafiante: su secretaria anterior dice estar ocupada y su mujer –algo así como una secretaria de repuesto– está cansada de él. Es difícil conversar con Gazmuri, piensa Julio durante su primera entrevista, difícil pero agradable. El viejo lo provoca sin descanso y Julio, en el fondo, parece disfrutarlo. En un momento Gazmuri pregunta: “¿Tú escribes novelas, esas novelas de capítulos cortos, de cuarenta páginas, que están de moda?”. No, Julio no escribe novelas. Julio no ha escrito nada digno de mención. Si el viejo escritor lo pregunta es porque desprecia la literatura que se escribe hoy en día; no le interesa conocer los proyectos de su nuevo ayudante: no le importa otra cosa que dejar sentada su posición.
 Y bien, esa diferencia entre las “novelas que en su conjunto forman una serie” del viejo escritor y “esas novelas de capítulos cortos, de cuarenta páginas” que aparecen como lo nuevo, no es una diferencia ajena a la literatura argentina. Podría decirse que, entre los últimos pesos pesados de nuestra novelística, entre Saer y Aira, la cuestión se dirime entre novelas que forman una serie, por el lado de Saer, y las llamadas “novelitas” por el propio autor, del lado de Aira.
En este mismo orden de cosas, la pregunta por qué cosa es una nouvelle no resulta ociosa, sobre todo cuando, desde Aira en adelante, encontramos una respuesta distinta por cada autor digno de atención. Una nouvelle es una cosa para Federico Falco y otra distinta para Carlos Ríos. Hay un tipo de nouvelle en Segio Gaiteri próxima a la de Falco pero diferente de una novela breve de Hernán Arias. Los poetas devenidos narradores encuentran auxilio en el género: Beatriz Vignoli, Matías Moscardi, Osvaldo Bossi. Iosi Havillo, con La Serenidad, responde a su manera a esta pregunta, y la editorial Entropía, con su nueva colección de nouvelle, actualiza la cuestión.
En términos que a esta altura podríamos llamar clásicos, hay dos maneras de encuadrar el género: la extensión por un lado y su encare dramático por el otro. En cuanto a la extensión, la medida varía de acuerdo a las intenciones editoriales; El viejo y el mar, por ejemplo, aparecería por primera vez como cuento en la revista Lifepero ese mismo año Scribner’s lo publicaría en su colección de novela: un género le cabe mejor a la revista mientras que el otro calza a la perfección con el formato libro, aunque se trate en ambos casos del mismo relato. Así y todo, el lector se deja engañar aunque solamente hasta cierto punto: el mínimo puede ser de 40 páginas, según un irónico Gazmuri, el máximo con suerte excederá las 100, como ocurre con las “novelitas” de Aira. En lo que respecta al encare dramático, la cuestión merece un párrafo aparte.   
Con un género fronterizo como la nouvelle, necesitamos, para adentrarnos en su mecánica, de una aproximación a los dos polos que la sostienen y la tensan: la novela y el cuento. La novela, como todo el mundo sabe, es el relato de una serie de peripecias que juntas tienen por resultado la transformación del personaje central; el cuento, en cambio, consiste en el relato de un conflicto que incide directamente sobre un número también restringido de personajes: una pareja, dos amigos, padre e hijo, etc. En la novela, entonces, el foco estará puesto en la transformación del personaje mientras que en el cuento se hará hincapié en el conflicto que media entre ellos. En uno se trata de a quién le pasó tal o cual cosa, en el otro de qué cosa fue lo que pasó. (Es en esta intención de hacer pie en el conflicto, evitando a toda costa el fárrago psicologista que necesariamente contamina la novela, que, por ejemplo, Claire Keegan prefiere hablar de cuento largo y no de nouvelle al momento de referirse a su extraordinario relato Tres luces). A fin de cuentas, para una definición clásica de nouvelle en un sentido dramático, tampoco tendremos más opción que ajustarnos al medio justo: un número reducido de peripecias ocurridas a un número también restringido de personajes.
Y bien, en La Serenidad Havilio excede ambas medidas: supera por 40 las cien páginas (un exceso que, según Gazmuri, equivale por sí mismo a una nouvelle) y rebasa largamente el número reducido de peripecias que, según el modo clásico, atraviesan los personajes. ¿Por qué entonces los editores de Entropía decidieron incluir a La Serenidad en su colección de nouvelle? Acaso por poner de manifiesto el problema y por proponer, con el libro de Havilio, una manera singular de resolverlo: ofreciendo al lector un modo de lectura que puede acompasarse con el género. Una lectura rápida.
Los indicios de esta lectura no aparecen en el tipo de lenguaje empleado (próximo al barroco) ni en la descripción de situaciones siempre susceptibles a la fuga de la narración: ambos, barroquismo y fuga, son como se sabe dos caras de una misma moneda (aquella que se ha dado en llamar pliegue) y aparecen en las antípodas del modelo clásico de nouvelle. Estos aspectos alimentan en todo caso un tipo de lengua delirante y por momentos alucinatoria que hace juego con uno de los epígrafes del libro, ahí donde se refiere al capítulo mágico del Ulises en que Leopold y Stephen vuelven a casa.   
Las operaciones que habilitan una lectura rápida están en otra parte. Una de ellas hace a la estructura del relato, la otra a la estructura del sintagma. A la manera del Quijote, cada capítulo aparece encabezado por un resumen anticipatorio con el recuento de las acciones destacadas (nunca más de tres) que se ocupa de indicar al lector qué parte de los sucesos deberá retener. Una vez concentrada la atención en estas pocas acciones, se desocupa al lector: la lectura deja de trabajar para volverse flotante. El narrador puede delirar en paz.
Pero este delirio -como el delirio joyceano del Ulises, no el de Finnegan´s- todavía es capaz de encontrar su sintaxis; después de todo, hasta el delirio de John Wilkins puede codificarse. Y de la misma manera que en Wilkins, la sintaxis de La Serenidad tenderá a la enumeración. Constantemente se enumeran objetos (“Un mechón pelirrojo; Media docena de cargadores; Diez pares de guantes de gamuza; Un abridor articulado ‘cabeza de turco’; Tres bics negras”); acciones (“El Protagonista podría ensayar palabras con cenizas, balbucear el lenguaje estúpido de la reconciliación, convertirse en  un ciempiés que todo lo comprende”) y hasta personajes (“El Amante Del Box. El Que No Para Nunca. El Que Deja Entrar A Todos En Su Casa. El Que No Le Teme Al Destino, El Que Cualquiera Se Comería Vivo”). La enumeración, en su desencadenamiento, produce la impresión de que la lectura no cesa de progresar. En este contexto, la misma función cumplen las comas, utilizadas no de manera recursiva, como lo hace la progenie saeriana, sino progresiva, hacia delante.
Cuando le preguntaron por qué, habiendo declarado cierta admiración por los neobarrocos, su prosa aún resultaba transparente, Aira respondió que, siendo sus tramas tan enrevesadas, no podía sino conceder al lector cierto grado de claridad. Dicha claridad, en este libro de Havilio, aparece en estos dos procedimientos que son además los que traccionan la lectura, los que recuerdan al lector.