Desde su debut con Opendoor en 2006, Iosi Havilio viene trabajando en sucesivas novelas con el extrañamiento de un clima fantástico que no cede a las convenciones de género y, a la vez, con una reflexión sobre las formas de la narración. Pequeña flor –novela escrita en un único párrafo– lo confirma en esta línea, pero lo encuentra también más radicalizado en su experimentación literaria.
Por Fernando Bogado
Pequeña flor es un desahogo de escritura: aparentemente escrita de un tirón, compuesta de un solo párrafo que comienza en la primera página y termina en un final ambiguo que hace eclosionar todas las anticipaciones del lector, va visitando diversos géneros que adopta, copia y luego abandona como si se tratase de una escurridiza serpiente que va cambiando la piel, o mejor, de una flor que va renovando sus pétalos. Y las comparaciones naturales vienen totalmente a cuento: hay algo del despliegue de la historia de José que funciona también como una reflexión en torno a la naturaleza y a su pérdida, desde las relaciones humanas (naturalmente buenas pero, en alguna medida, contaminadas por la indiferencia a ese “instinto natural” que hace del protagonista un buen padre, por caso) hasta los pequeños detalles fantásticos, naturales, que abundan en el texto. O inclusive, hasta las propias referencias literarias que el autor deja colar: promediando la historia, abrumado por los hechos que se disparan luego de la visita a Guillermo, el vecino, y del comienzo de las hostilidades con Laura, José se refugia en algunos libros de literatura rusa, específicamente, en varias obras de Leon Tolstoi, uno de los escritores fundamentales para entender ese vínculo entre literatura y el buen vivir en lo natural.
Iosi Havilio se ha dado a conocer en el mundo literario local a partir de su novela Opendoor (2006), la cual fue considerada por muchos críticos como “salida de la nada” (Beatriz Sarlo dixit). Lo que se leía en esa novela era un personaje protagonista (una joven estudiante de veterinaria) que no solo “sale de la nada” sino que persiste en esa nulidad, deambulando entre diferentes puntos geográficos, perdida, insensible con respecto a las cosas que le suceden. Esa misma “nada” aparece otra vez en novelas como Estocolmo (2010), a través de la indiferencia de René, el protagonista, con respecto a los hechos narrados en el libro, y aquí, en Pequeña flor, se manifiesta en la fantástica habilidad que de repente descubrirá José, pero que, estrictamente, es también una forma de indiferencia entre el mundo y el personaje (digamos, la ficción de sujeto), como si no pudiera afectar de ninguna manera el curso de los hechos y sólo fuera un testigo impasible de lo que pasa. Por eso el final es doblemente ambiguo: porque corta de manera abrupta, dejando todo irresuelto en un universo ficcional que espera “algo” (en vez de “nada”), y porque mantiene en suspenso un acto sorpresivo que sólo se puede resolver con la entrada de la novela a un género definitivo: o relato fantástico o tragedia. Novela de umbrales, Pequeña flor abre todas las puertas pero no se decide por ninguna.
Tal como había confesado en una entrevista, Havilio se reconoce como alguien que alquila formas, pero no compra ninguna, reflexión que queda patente en la prosa desesperada de la novela, que avanza y avanza quién sabe hacia dónde. “Siguiendo con la broma –agrega Havilio, entrevistado por Radar–, si en La serenidad, mi novela anterior, me alquilé un conventillo con muchas entradas y salidas, en Pequeña flor se trata de otro tipo de conventillo, o el mismo, pero la salida parece más ordenada. Entre las entradas reconozco el relato autobiográfico, el policial, lo fantástico, la comedia, la confesión. Pequeña flor nace del mismo impulso que La serenidad: en ambos casos me pregunté acerca de la escritura, del oficio, del lugar desde donde se trabaja, acerca del maldito estilo, de la imaginación; y en el camino se estableció un dialogo con escrituras que en la contemporaneidad me interpelan de alguna u otra manera; y ahí rescato dos movimientos que se me hacen vivos: por un lado está eso que se mal nombra literatura experimental: poetas, performers, algunos narradores, por ejemplo Pablo Katchadjian; por otro, está ese fascinante monstruo de mil cabezas que es la obra de César Aira. Me divierte pensar a Pequeña flor como una novelita de inspiración aireana a sabiendas de que la referencia se agota en cuanto comienza a desovillarse el relato. Algunos gestos comunes no hacen a un mundo: se hace evidente con rascar un poco la superficie. Y, volviendo al alquiler, repensando ahora el asunto de la locación de voces y estilos, te diría mejor que, si las cosas salen más o menos bien, el alquilado es uno.”