Ma. de los Ángeles González lee Paraísos y escribe desde Uruguay para El País Cultural.
Esta tercera novela de Iosi Havilio (Buenos Aires, 1974) retoma los
personajes de la primera que dio a conocer, Opendoor (2006) y se impone con la
misma fuerza. En medio, ha publicado Estocolmo (2010), y su obra viene siendo
percibida como una renovación de la narrativa argentina. Beatriz Sarlo opinó
sobre Opendoor: "Esta novela [tiene] algo que me sorprendió. No obedece a
ningún sistema de lectura. Parece salida de la nada". Algo así ocurre con la
narradora de Paraísos: también parece salida de la nada; no tiene nombre ni
historia, unas pocas referencias a un pasado cercano ofrecen las mínimas pistas
que permiten que el lector pueda armar el personaje, aunque no conozca la
novela previa. De cualquier modo, la estrategia narrativa obedece al despojo y
quien lee debe aceptar el despliegue de un relato desde un punto de vista que
deja muchos huecos, sin llegar siquiera a la intriga; apenas pueden acompañarse
los acontecimientos que van viniendo sin explicación y casi sin intervención de
la voluntad ni la iniciativa de la protagonista.
Lo más impactante es la impasibilidad con que se narran los
hechos y se presentan los personajes, desprovistos de valoración moral o
afectiva alguna, empezando por el eficaz relato crudo de una muerte y el
correspondiente velorio que abren la novela. A partir de allí, la vida de esta
mujer joven con su hijo pequeño se va contando, de igual modo, sin emociones ni
patetismo, tomando como centro la supervivencia cotidiana, la búsqueda del
alimento, el mantenimiento de la vivienda arruinada, hasta que pronto se ven
impelidos a salir del dudoso paraíso campestre de "Opendoor", para
deambular en busca de lo mismo: techo y comida.
Un cuarto de pensión en la periferia de Buenos Aires, una
unidad destartalada en un edificio ocupado, serán los lugares provisorios
adonde se va trasladando este hogar que forman madre e hijo, quienes, en su
desamparo, son capaces aun de acoger a otros más solos y desamparados.
La casi indiferencia frente a la adversidad y frente al
dolor de los otros, la aceptación de un pasado al que no se piden cuentas ni se
reclama ante ninguna de sus posibles injusticias, la falta de rebeldía aun en
la conciencia del engaño y la explotación, van configurando la acción de la
protagonista por medio de una especie de pragmatismo pasivo, cuya clave es el
ahorro de esfuerzos en una lucha por la supervivencia basada en la
adaptabilidad.
Un submundo que podría parecer pesadillesco si no se
pareciera tanto a algunas zonas de la realidad, da estatus novelesco a un
Buenos Aires suburbano, donde campea la fealdad, la sordidez y la pobreza,
donde los personajes transitan entre los trabajos precarios, el tráfico de
sustancias ilegales y las mil y una formas de aprovecharse de otros. Si se
destacó en Opendoor la fuerza del erotismo, en Paraísos el deseo está ausente
(apenas algún sueño lésbico perturbador y un beso que busca más alejar la
soledad interior que acercar los cuerpos), la apatía sexual y la impotencia son
más visibles que los gestos exhibicionistas en supuestas orgías que acaban en
desastres, con mucha droga, alcohol y violencia, y escaso placer.
A pesar de la austeridad de la prosa, el conjunto permite
percibir más de una metáfora: la protagonista trabaja en un reptilario y, al
igual que en la vida social, debe aprender sobre las conductas de esos animales
rastreros para adaptarse; cada noche combate el insomnio calcando una parte de
la imagen de la serpiente enroscada hallada en un viejo libro de zoología que
también estudia, y la figura de esa serpiente cierra el libro de Havilio. Más
allá de la acomodación a entornos que ofrecen frágiles seguridades, los únicos
paraísos que aparecen son los árboles que pueblan las calles suburbanas y
también estos esconden un fruto envenenado, aunque debe admitirse que el final
ofrece una apertura insospechada hacia un ámbito de libertad.