Por Matías Capelli
Publicado en Los Inrockuptibles Dic 2010
Ampliar el campo de batalla. Parafraseando a Michel Houellebecq, de eso se trata, para Iosi Havilio, la escritura. “Extender el territorio cada vez más, así sea en el juego con el lenguaje, el delineamiento de una trama, la aparición de un narrador, la necesidad de una historia”, dice Havilio. Acaba de publicar su segunda novela, Estocolmo, protagonizada por René, un chileno exiliado en Suecia con el Golpe de 1973 que regresa, muchos años más tarde, por primera vez a su país, escapando de un amante violento y trastornado. Ante la inminencia del reencuentro con su madre, ante la posibilidad, cada vez más palpable, de que Boris, su amante, dé con él en ese rincón del mundo, René deambula por las calles de Santiago y viaja a la costa. Pero más que en la trama, la apuesta de Havilio está en dar con un clima emocional determinado. Una sensación térmica, mejor dicho, porque es la percepción de René la que cobra cuerpo a partir de la acumulación de detalles, de sensaciones, de pequeños sucesos que van dándole al libro un aire enrarecido y desesperante. “René es un ser condenado a escapar, fundamentalmente de sí mismo. Esa incomodidad intrínseca hace que todo el resto le resulte extraño, incómodo, traumático, dejándose golpear por lo sórdido incluso allí donde otros no lo ven. Así justifica todas las huidas”, dice el autor, que demuestra haber ampliado el campo de batalla en cierta dirección tras la buena recepción de la crítica y de los lectores que tuvo Opendoor, su primera novela. Tanto en sus personajes como en las zonas que éstos transitaban, Opendoor (en cuya continuación Havilio se encuentra trabajando) tenía una impronta más localista; ya desde el título, que hacía referencia a la localidad bonaerense. También desde el título, y dadas las coordenadas biográficas de los personajes, la lengua casi neutral del narrador, e incluso su clasicismo, Estocolmo resulta más “global” en términos literarios. “Ni el exilio, ni el socialismo, ni la homosexualidad, fueron para mí temas. En un libro vivo no creo que existan temas. Lo único que veo verdadero es la materia de la cual está hecho el mundo de ficción que te convoca, más allá de las referencias geográficas, históricas o autobiográficas. La desazón de René, su angustia constitutiva, puede estar atravesada por coyunturas contemporáneas, comprobables en buena parte de occidente, pero el dolor es suyo, único, y anula todos los accidentes. En ese sentido, me atrevo a decir que es una novela intimista.”
lunes, 27 de diciembre de 2010
martes, 21 de diciembre de 2010
Temor y turbulencias
Por Javier Mattio para La voz del Interior 17/12/2010
Aunque su objetivo parezca hacer implosionar el género -todos los géneros-, dejando sólo la ficción, la adicción por la narración imprevista, descarnada, como único horizonte, lo cierto es que Estocolmo termina afectando también al mundo exterior, instaurando algo así como una nueva e insoportable náusea contemporánea.
Distanciado del mundo contenido, preciosista y detallado construido en Opendoor, su primera novela, Iosi Havilio (Buenos Aires, 1974) se rige ahora por una escritura abismal, sin bordes, que atraviesa países, épocas e historias dentro de historias distintas sin ánimo de cincelar, ordenar o pulir demasiado. Estocolmo narra -a grandes rasgos- el viaje de René, un chileno que ronda la cincuentena, hacia su tierra natal, después de haberse exiliado en Suecia durante más de 30 años. Así se mezclan evocaciones lejanas de Salvador Allende (con ecos de manifestaciones anti-globalización a la vuelta de la esquina), el acecho de un salvaje amante joven (Boris), de origen eslavo, y una serie de escalas sonámbulas por Madrid, Cartagena, Santiago, hasta el retorno a Suecia.
Pero Estocolmo no es, en ese orden, ni una novela política, ni una paranoica, ni siquiera una de viajes. Es una novela en trance, en el sentido estricto de la palabra, un relato homeostático situado a medias entre la percepción de una subjetividad dolorosa, pasiva, distante, y el movimiento casi imperceptible de un mundo abierto compuesto de una misma y desagradable sustancia. Desde los chats de homosexuales a los monumentos turístico-ancestrales, desde los cines porno clandestinos a las habitaciones solitarias de hotel, todo parece unido por el mismo fluido viscoso, un latir interno que alcanza su clímax en una disco infernal en el seno de Santiago de Chile, en la que René se pierde entre laberintos temáticos, estridencias sonoras y toboganes grotescos que conducen a una obscena "fosa" de cuerpos enredados. Símil arquitectónico al de una novela que combina pisos narrativos y géneros titilantes con la sola intención de vaciamiento, de abandono febril, y todo a caballo de un vértigo anfetamínico y agonizante.
De allí que tanta fabulación hacia adentro estalle hacia afuera, en la forma específica de un malestar narrativo que se hace "existencial", o al menos sensible, como una impresión, un zumbido, una incomodidad. Y tal vez en ese sentido Estocolmo sí sea una ficción "política", la traducción literaria de un mundo infinito y claustrofóbico, concreto y efímero, cuyo principal temor -el mismo de René- es que caigan sus aviones.
Aunque su objetivo parezca hacer implosionar el género -todos los géneros-, dejando sólo la ficción, la adicción por la narración imprevista, descarnada, como único horizonte, lo cierto es que Estocolmo termina afectando también al mundo exterior, instaurando algo así como una nueva e insoportable náusea contemporánea.
Distanciado del mundo contenido, preciosista y detallado construido en Opendoor, su primera novela, Iosi Havilio (Buenos Aires, 1974) se rige ahora por una escritura abismal, sin bordes, que atraviesa países, épocas e historias dentro de historias distintas sin ánimo de cincelar, ordenar o pulir demasiado. Estocolmo narra -a grandes rasgos- el viaje de René, un chileno que ronda la cincuentena, hacia su tierra natal, después de haberse exiliado en Suecia durante más de 30 años. Así se mezclan evocaciones lejanas de Salvador Allende (con ecos de manifestaciones anti-globalización a la vuelta de la esquina), el acecho de un salvaje amante joven (Boris), de origen eslavo, y una serie de escalas sonámbulas por Madrid, Cartagena, Santiago, hasta el retorno a Suecia.
Pero Estocolmo no es, en ese orden, ni una novela política, ni una paranoica, ni siquiera una de viajes. Es una novela en trance, en el sentido estricto de la palabra, un relato homeostático situado a medias entre la percepción de una subjetividad dolorosa, pasiva, distante, y el movimiento casi imperceptible de un mundo abierto compuesto de una misma y desagradable sustancia. Desde los chats de homosexuales a los monumentos turístico-ancestrales, desde los cines porno clandestinos a las habitaciones solitarias de hotel, todo parece unido por el mismo fluido viscoso, un latir interno que alcanza su clímax en una disco infernal en el seno de Santiago de Chile, en la que René se pierde entre laberintos temáticos, estridencias sonoras y toboganes grotescos que conducen a una obscena "fosa" de cuerpos enredados. Símil arquitectónico al de una novela que combina pisos narrativos y géneros titilantes con la sola intención de vaciamiento, de abandono febril, y todo a caballo de un vértigo anfetamínico y agonizante.
De allí que tanta fabulación hacia adentro estalle hacia afuera, en la forma específica de un malestar narrativo que se hace "existencial", o al menos sensible, como una impresión, un zumbido, una incomodidad. Y tal vez en ese sentido Estocolmo sí sea una ficción "política", la traducción literaria de un mundo infinito y claustrofóbico, concreto y efímero, cuyo principal temor -el mismo de René- es que caigan sus aviones.
jueves, 9 de diciembre de 2010
Pisaré las calles nuevamente
Por Luciana de Mello
Para Radar Libros 5/12/2010
El 11 de septiembre de 1973 René está en Estocolmo en un encuentro de jóvenes socialistas y el bombardeo a La Moneda lo encuentra ahí, en el sillón del primer hombre que lo desvirga mientras las gotas de sangre caen de su nariz formando círculos rojos sobre un tapizado blanco. Ese día comienza a quedarse varado en aquel país tan lejano a su Chile natal. Treinta años después René está volviendo a Santiago, masticando su dedo meñique y enfrentando el miedo a volar, su miedo a morir de cualquier cosa mientras que Boris, su amante balcánico que está preso en Suecia, lo amenaza con encontrarlo y arrancarle los ojos de la cara. El motivo de esa venganza es la traición de René, quien acaba de entregarlo a la policía. Amor, crimen y venganza bosquejan la silueta de un policial, pero no: Estocolmo busca ir más allá del género. Como en su primera novela, Open Door, Havilio apuesta todo al trabajo con la escritura, a la construcción de una voz propia que dispara el género hacia adentro a través de la forma. Estocolmo es una apuesta aún mayor. La narración se va metiendo hacia adentro hasta pinchar ahí donde más duele, la pérdida del sentido que se hace carne y movimiento inútil en ese deambular del personaje a través de su propia vida.
El exilio de René no es forzado, no hay torturas ni estadios con militares acribillando gente a sangre fría. Los discursos políticos vuelven como ecos de una vieja época y se mezclan con oraciones cristianas a modo de souvenirs y estampitas por las calles de Santiago. Y aunque Estocolmo no sea sólo una historia de exilios, el asesinato de Allende es el comienzo del fin, la caída en el vacío de las cosas. Hay algo llamativo de Estocolmo y es el hecho de que un autor argentino, de la generación que se “autoexilió” en Europa frente al derrumbe económico, se siente a contar, eligiendo Chile como epicentro del caos y lugar de origen, el autoexilio de su personaje René. Algo en esta operación de corrimiento trae ecos de todos los exilios de Bolaño –el físico, el narrativo, el del lenguaje–, así como el desplazamiento al otro lado de la cordillera de Alan Pauls en su Historia del llanto. Pareciera haber una imposibilidad de contar tanto vacío desde adentro, entonces estos escenarios dan lugar a una aproximación desde la distancia. Entonces la fuga no termina: así como la muerte de Allende desencadena su estadía prolongada en Estocolmo, el motivo del regreso también es una excusa, nada se decide. A raíz de unas charlas de la Cruz Roja en Chile, René viaja con dos jóvenes inexpertos miembros de la organización que lo acompañan como si fueran parte del decorado. Esta vuelta al país –hundido aún en el caos– sirve a René como un nuevo escape, esta vez de la furia de Boris, personaje que encarna la fuerza vital, así como también la violencia y la pulsión de muerte del relato.
La historia de René comienza en el epígrafe “Ay, estoy solo, solo sobre la tierra” grita el René de Chateaubriand. Y más abajo el Manifiesto de Lemebel prolonga esa soledad multiplicada del homosexual marginal: “Yo no pongo la otra mejilla/Pongo el culo compañero/Y ésa es mi venganza”. Exilio, militancia, homosexualidad y soledad conjugados en estos dos epígrafes. Después, una voz narrativa tan contenida como desesperada relata el viaje de su protagonista que ha quedado encerrado en su propio exilio interior. Esa soledad, ese dolor, toma forma en cada una de las cosas que René se detiene a comprar en las calles de Santiago. Ya sea una estatuilla de Rómulo y Remo mamando de una loba que nieva por dentro cuando se la sacude, un poster de Allende levantando los brazos en señal de victoria, o una sesión de masajes eléctricos, las mercancías hablan más que las personas. Cada uno de los personajes que cruzan el recorrido de René dibujan una célula más de la incomunicación, un gesto melancólico e impotente, mientras el estilo se detiene en los detalles de las cosas hasta vaciarlas de sentido. Entonces René camina por Santiago alucinando el único encuentro que lo devolverá a la vida, el encuentro con Boris, el hombre a quien ama y con quien el amor tiene la forma del sadismo. El caos que reina en la ciudad es, desde la errancia de René, semejante al silencio que inundó la Tierra después del estallido de la bomba. Las bombas que apuntaron a La Moneda, los evangelistas profetizando el fin del mundo, el balazo que mató a Olof Palme, o el inevitable Alzheimer justificando el olvido de una madre ante su hijo, comienzan a ser nombrados de otra forma, cuando Boris al final los grita todos juntos, y son como todo el odio de la humanidad saliendo por la boca: “Sin bajar la guardia, René se enternecía. Y de a poco, esa murmuración embrionaria, desarticulada, se constituía otra vez en discurso, el último antes del clímax. Ahí era cuando Boris usaba palabras como vida, mierda, sentido, droga, condena, madre, otra vez mierda, alma y destrucción”. Entonces Estocolmo, ese punto norte de frágil “perfección”, el que da nombre al síndrome donde la víctima se enamora del verdugo, olvida para siempre su lugar de refugio en el exilio: ahora es el punto donde la fragilidad termina de quebrarse, como el cristal que estalla con un grito.
Para Radar Libros 5/12/2010
El 11 de septiembre de 1973 René está en Estocolmo en un encuentro de jóvenes socialistas y el bombardeo a La Moneda lo encuentra ahí, en el sillón del primer hombre que lo desvirga mientras las gotas de sangre caen de su nariz formando círculos rojos sobre un tapizado blanco. Ese día comienza a quedarse varado en aquel país tan lejano a su Chile natal. Treinta años después René está volviendo a Santiago, masticando su dedo meñique y enfrentando el miedo a volar, su miedo a morir de cualquier cosa mientras que Boris, su amante balcánico que está preso en Suecia, lo amenaza con encontrarlo y arrancarle los ojos de la cara. El motivo de esa venganza es la traición de René, quien acaba de entregarlo a la policía. Amor, crimen y venganza bosquejan la silueta de un policial, pero no: Estocolmo busca ir más allá del género. Como en su primera novela, Open Door, Havilio apuesta todo al trabajo con la escritura, a la construcción de una voz propia que dispara el género hacia adentro a través de la forma. Estocolmo es una apuesta aún mayor. La narración se va metiendo hacia adentro hasta pinchar ahí donde más duele, la pérdida del sentido que se hace carne y movimiento inútil en ese deambular del personaje a través de su propia vida.
La historia de René comienza en el epígrafe “Ay, estoy solo, solo sobre la tierra” grita el René de Chateaubriand. Y más abajo el Manifiesto de Lemebel prolonga esa soledad multiplicada del homosexual marginal: “Yo no pongo la otra mejilla/Pongo el culo compañero/Y ésa es mi venganza”. Exilio, militancia, homosexualidad y soledad conjugados en estos dos epígrafes. Después, una voz narrativa tan contenida como desesperada relata el viaje de su protagonista que ha quedado encerrado en su propio exilio interior. Esa soledad, ese dolor, toma forma en cada una de las cosas que René se detiene a comprar en las calles de Santiago. Ya sea una estatuilla de Rómulo y Remo mamando de una loba que nieva por dentro cuando se la sacude, un poster de Allende levantando los brazos en señal de victoria, o una sesión de masajes eléctricos, las mercancías hablan más que las personas. Cada uno de los personajes que cruzan el recorrido de René dibujan una célula más de la incomunicación, un gesto melancólico e impotente, mientras el estilo se detiene en los detalles de las cosas hasta vaciarlas de sentido. Entonces René camina por Santiago alucinando el único encuentro que lo devolverá a la vida, el encuentro con Boris, el hombre a quien ama y con quien el amor tiene la forma del sadismo. El caos que reina en la ciudad es, desde la errancia de René, semejante al silencio que inundó la Tierra después del estallido de la bomba. Las bombas que apuntaron a La Moneda, los evangelistas profetizando el fin del mundo, el balazo que mató a Olof Palme, o el inevitable Alzheimer justificando el olvido de una madre ante su hijo, comienzan a ser nombrados de otra forma, cuando Boris al final los grita todos juntos, y son como todo el odio de la humanidad saliendo por la boca: “Sin bajar la guardia, René se enternecía. Y de a poco, esa murmuración embrionaria, desarticulada, se constituía otra vez en discurso, el último antes del clímax. Ahí era cuando Boris usaba palabras como vida, mierda, sentido, droga, condena, madre, otra vez mierda, alma y destrucción”. Entonces Estocolmo, ese punto norte de frágil “perfección”, el que da nombre al síndrome donde la víctima se enamora del verdugo, olvida para siempre su lugar de refugio en el exilio: ahora es el punto donde la fragilidad termina de quebrarse, como el cristal que estalla con un grito.
lunes, 6 de diciembre de 2010
Piedra en el zapato
Dice Fabián Casas vía Eterna Cadencia:
Les recomiendo el libro nuevo de Iosi Havilio. Es un escritor extraño, imprevisible. Que no sigue ningún tipo de corriente y que parece surgir de la nada. Siempre y cuando la nada sea un lugar vivificador, de alta experiencia. En Opendoor -la primer novela- Havilio impacta por la frescura de su prosa y la agudeza de su trabajo sobre el lenguaje (esto no puede significar nada, mejor leánla). En Estocolmo, la apuesta es más alta. Hace poco le dije que pensaba que esta novela no iba a gustar, precisamente porque era una apuesta muy alta dentro de su propio registro. A partir de una imagen, de una idea, de un personaje entrevisto en su vida, Iosi construye un relato sólido que produce en los lectores ganas de escribir y no de escribir cualquier cosa, sino ganas de escribir en peligro, con la piedra en el zapato.
Les recomiendo el libro nuevo de Iosi Havilio. Es un escritor extraño, imprevisible. Que no sigue ningún tipo de corriente y que parece surgir de la nada. Siempre y cuando la nada sea un lugar vivificador, de alta experiencia. En Opendoor -la primer novela- Havilio impacta por la frescura de su prosa y la agudeza de su trabajo sobre el lenguaje (esto no puede significar nada, mejor leánla). En Estocolmo, la apuesta es más alta. Hace poco le dije que pensaba que esta novela no iba a gustar, precisamente porque era una apuesta muy alta dentro de su propio registro. A partir de una imagen, de una idea, de un personaje entrevisto en su vida, Iosi construye un relato sólido que produce en los lectores ganas de escribir y no de escribir cualquier cosa, sino ganas de escribir en peligro, con la piedra en el zapato.
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