Para Radar Libros 5/12/2010
El 11 de septiembre de 1973 René está en Estocolmo en un encuentro de jóvenes socialistas y el bombardeo a La Moneda lo encuentra ahí, en el sillón del primer hombre que lo desvirga mientras las gotas de sangre caen de su nariz formando círculos rojos sobre un tapizado blanco. Ese día comienza a quedarse varado en aquel país tan lejano a su Chile natal. Treinta años después René está volviendo a Santiago, masticando su dedo meñique y enfrentando el miedo a volar, su miedo a morir de cualquier cosa mientras que Boris, su amante balcánico que está preso en Suecia, lo amenaza con encontrarlo y arrancarle los ojos de la cara. El motivo de esa venganza es la traición de René, quien acaba de entregarlo a la policía. Amor, crimen y venganza bosquejan la silueta de un policial, pero no: Estocolmo busca ir más allá del género. Como en su primera novela, Open Door, Havilio apuesta todo al trabajo con la escritura, a la construcción de una voz propia que dispara el género hacia adentro a través de la forma. Estocolmo es una apuesta aún mayor. La narración se va metiendo hacia adentro hasta pinchar ahí donde más duele, la pérdida del sentido que se hace carne y movimiento inútil en ese deambular del personaje a través de su propia vida.
La historia de René comienza en el epígrafe “Ay, estoy solo, solo sobre la tierra” grita el René de Chateaubriand. Y más abajo el Manifiesto de Lemebel prolonga esa soledad multiplicada del homosexual marginal: “Yo no pongo la otra mejilla/Pongo el culo compañero/Y ésa es mi venganza”. Exilio, militancia, homosexualidad y soledad conjugados en estos dos epígrafes. Después, una voz narrativa tan contenida como desesperada relata el viaje de su protagonista que ha quedado encerrado en su propio exilio interior. Esa soledad, ese dolor, toma forma en cada una de las cosas que René se detiene a comprar en las calles de Santiago. Ya sea una estatuilla de Rómulo y Remo mamando de una loba que nieva por dentro cuando se la sacude, un poster de Allende levantando los brazos en señal de victoria, o una sesión de masajes eléctricos, las mercancías hablan más que las personas. Cada uno de los personajes que cruzan el recorrido de René dibujan una célula más de la incomunicación, un gesto melancólico e impotente, mientras el estilo se detiene en los detalles de las cosas hasta vaciarlas de sentido. Entonces René camina por Santiago alucinando el único encuentro que lo devolverá a la vida, el encuentro con Boris, el hombre a quien ama y con quien el amor tiene la forma del sadismo. El caos que reina en la ciudad es, desde la errancia de René, semejante al silencio que inundó la Tierra después del estallido de la bomba. Las bombas que apuntaron a La Moneda, los evangelistas profetizando el fin del mundo, el balazo que mató a Olof Palme, o el inevitable Alzheimer justificando el olvido de una madre ante su hijo, comienzan a ser nombrados de otra forma, cuando Boris al final los grita todos juntos, y son como todo el odio de la humanidad saliendo por la boca: “Sin bajar la guardia, René se enternecía. Y de a poco, esa murmuración embrionaria, desarticulada, se constituía otra vez en discurso, el último antes del clímax. Ahí era cuando Boris usaba palabras como vida, mierda, sentido, droga, condena, madre, otra vez mierda, alma y destrucción”. Entonces Estocolmo, ese punto norte de frágil “perfección”, el que da nombre al síndrome donde la víctima se enamora del verdugo, olvida para siempre su lugar de refugio en el exilio: ahora es el punto donde la fragilidad termina de quebrarse, como el cristal que estalla con un grito.