La Serenidad por Juan Maisonnave para Revista Invisibles
La nueva novela de Iosi Havilio marca una ruptura con el estilo narrativo que venía desarrollando y sugiere una apuesta estética hacia un campo fértil no tan transitado en el mapa literario argentino.
En un ensayo que ya tiene sus buenos años, y a partir del cual Fabián Casas acuñó un concepto de factura propia al que de vez en cuando vuelve, el poeta de Boedo decía: “(…) resulta que uno siente que el escritor debe ir siempre en contra de su habilidad. De manera que esos textos que parecen tan redondos y buenos son en realidad falsos amigos. Así que los dejo de lado o los intervengo hasta que escapan a mi control y empiezan a drenar la voz extraña. Entonces los relatos o los poemas me empiezan a dar vergüenza ajena, incertidumbre y todas esas sensaciones con las que es más difícil convivir. Ahí sé que —mas allá de los logros— estoy, como quería Kerouac, en el camino.”
Sin demasiado esfuerzo, uno puede detectar en esas palabras una crítica velada a cierto conformismo de escritor profesional, sea por el rigor y la presión editorial, sea por las necesidades siempre insatisfechas del ego, o sencillamente ante el horror al vacío que se le abre a todo narrador reconocido cuando no escribe, no publica por un tiempo o no se le conceden entrevistas ni forma parte de mesas redondas: la batalla contra la invisibilidad. Para algunos, lidiar contra eso no es tan fácil, lo que trae aparejado, muchas veces, como si no publicar regularmente causara una abstinencia de la que hay que escapar a cualquier costo, una producción sostenida, por lo general novelística, un fordismo literario que consiste en empezar a repetirse de un libro a otro, a copiarse, a trabajar como cinta de montaje que cada cierto tiempo libera otra historia eficaz, lista para que la reciban sin sorpresas librerías y suplementos culturales. Es cierto que el reproche recae sobre autores muy prolíficos, y suele hacerse la salvedad de que vale la pena seguirlos hasta cierta novela que marca su declinación, la caída en el tedioso terreno de la fórmula y el reciclaje de tonos, ideas o estructuras (Paul Auster, Andrés Rivera).
Esta pregunta -¿Iosi Havilio se cansó de su fórmula, si es que puede decirse que contaba con alguna?- surge a poco de empezar a leer La serenidad (Entropía, 2014). La ruptura con lo que venía haciendo es llamativa ya desde el uso del lenguaje y la estructura de los capítulos, con pequeños títulos-sinopsis a la usanza de la novela del siglo XVI y XVII, pero sobre todo por la intención y el juego de espejos que conforman las distintas referencias –intertextuales, culturales, filosóficas, políticas, autobiográficas- que recorren las escenas, dándole al conjunto un aire de tratado paródico cuyo punto de partida son los sucesos/aventuras de un personaje destinado a lo que parecería ser un fracaso épico, porteño y muy actual (“¿Y sobre la Década Perdida no piensa decir nada? Pero si no fue una década, sabe su Yo reidor, fueron dos años, tres a los sumo…”).
Hasta acá, la maquinaria narrativa de Havilio había utilizado ciertos ingredientes de la cultura para servirse de ellos como si fueran desechos orgánicos que nutrían al relato sin asfixiarlo, dándoles un lugar lateral pero presente, incómodo, que cada tanto regresa transfigurado o se confunde con la trama sin explicarse. En Paraísos (Mondadori, 2012) la protagonista encuentra en la basura, y se lo apropia, un tomo de la obra de Albertus Seba que perteneció a Ladislao Holmberg; en un relato incluido en la antología Buenos Aires / Escala 1:1 (Entropía, 2007), un portero tiene obras de Quinquela Martín arrumbadas en su sótano; en Opendoor(Entropía, 2006), el libro hallado es En Argentine, De Buenos Aires au Grand Chaco, de Jule Huret, con dedicatoria para Domingo Cabred.
El salto que da en La serenidad sorprende, y de nuevo es posible plantear los interrogantes: ¿el escritor, harto de sí mismo y de su prosa, que cosecha buenas críticas y no es precisamente amable ni complaciente, consideró la posibilidad de una provocación que sacuda al lector de su zona de confort? ¿Es ésta la voz extraña dictándole una novela enloquecida, catártica, compuesta de máximas, digresiones, abismada en categorías abstractas y guiños para entendidos?
Puede ser. Pero la lectura atenta de la nueva obra de Iosi Havilio sugiere también un enrolamiento –una apuesta estética- a un campo fértil aunque no tan transitado del mapa literario argentino: La serenidad es el ejercicio de una prosa poética entendida y ejecutada desde una rabiosa contemporaneidad. Sensualidad y plasticidad en las imágenes, flujo incesante de peripecias y sensación pura, discurso indirecto libre que ni una sola vez baja la calidad de las descripciones (ni cuando se trata de medialunas exhibidas en la vidriera de un bar), y que, al igual que la adjetivación rebuscada y el ritmo vertiginoso, lo apuntalan dentro de la mejor tradición de poemas narrativos, de “El fiord” en adelante.
La biografía caótica y manoseada del Protagonista –así se lo nombra- comienza con su separación, después de la cual hace un revisionismo sinuoso de su pasado y emprende el viaje inexorable hacia un futuro que lo encontrará “no tan viejo como avejentado”, un futuro tecnológico, de cataclismos y desiertos fertilizados, en el que “La moda es la desintegración paulatina del bólido social”. Sin embargo, esta experimentación formal no sólo no borró ciertas zonas de interés y ciertos vestigios autobiográficos del autor, sino que, camuflado en la piel del Protagonista, aprovechó para moldearlos a su antojo y sembrarlos a lo largo del texto mediante claves generacionales y boutades al paso (“Votaba a peronistas, radicales, al MAS, al MID, a la Ucedé. Al PI de Oscar Alende. Desmedidamente al PI”). Havilio vuelve a escribir sobre el sur de la ciudad, ya presente en Opendoor con esa escena en el puente Avellaneda y un personaje: Boca; reaparecen los piringündines y los rusos del cuento “California”, publicado en la Antología La Joven Guardia por la Editorial Belacqva en 2005 (“La antología de autores contemporáneos,¡destrócenla…!”), donde el escritor ya había despuntado esta vena poética y alucinada; otra vez, la estrella de David (“bordada a mano y con manchas de café”), como la que roban la protagonista y Eloísa en Paraísos, aunque ésta estaba adornada con diamantes.
Por otro lado, La serenidad se lee perfectamente sin saber que el título responde a una conferencia que dio Heidegger en 1955 o que el monólogo de Bárbara en el capítulo llamado “El lenguaje estúpido del amor” remeda el de Molly Bloom en el Ulises de Joyce. Lo que tal vez haga más ríspida su lectura, en especial para aquellos no habituados a este tipo de escritura expansiva y por momentos surrealista que alguna vez fue vanguardia (Néstor Sánchez), es que con el transcurrir de las escenas se vuelve un tanto agobiante, y el asombro inicial y la potencia de las frases decaen; el gesto beatnik de enunciar todo en mayúsculas deviene uno de los mayores excesos en esta novela excesiva: con el paso de las páginas el recurso pierde su efecto; el absurdo y el tono de sátira permanente carecen de contrapunto o respiro, y en ese sentido el oportuno monólogo de Bárbara ayuda un poco, cosa que no ocurre con las imágenes insertadas.
Escribir en contra del lector de Havilio, defraudarlo. A contrapelo de sus expectativas, muchas veces fogoneadas desde la taxonomía impuesta por la crítica hasta el cansancio (autor salido de la nada, en la línea de Busqued y Ronsino, etc.): escribir, entonces, en contra de él mismo, como proponía Casas. Puede objetarse que este movimiento de Iosi Havilio llega luego de haber sido elogiado ampliamente por escritores y suplementos literarios y, encima, desde una editorial de las llamadas independientes, como si les hubiera regalado un lado B, acaso inaceptable para el sello en el cual editó sus dos últimas novelas (Mondadori). Eso no quita que sea un viraje saludable, liberador, quizá bajo la influencia de algunas lecturas recientes o con un material que sólo podía ser trabajado –dicho- de esta manera; quizás, como respuesta posible a una de las tantas máximas contenidas en La serenidad: “Todas las decisiones estéticas le resultan impracticables”.